domingo, 15 de diciembre de 2013

CUENTOS Y POEMAS DEL TREN

Premios del Tren 2013 Mercedes de Vega

Para dar comienzo a la Navidad no se me ocurre nada mejor que reseñar el libro que acaba de salir esta misma semana con las doce obras galardonadas en el certamen literario Premios del tren 2013, volumen que edita la Fundación de Ferrocarriles Españoles. El libro reúne las obras premiadas en las dos modalidades: cuento y poesía, cuya presentación corre a cargo de Luis García Montero y Jesús García Sánchez.

Muy oportuna me parece la publicación en estas fechas, que supone otro pequeño regalo para los premiados y los lectores que deseen evocar el tema del viaje a través de un medio de transporte tan romántico, evocador y literario como es el tren y el universo que gira en su entorno. Cuando pienso en un tren, me vienen a la cabeza Agatha Christie y Patricia Highsmith, no lo puedo evitar, y recomiendo el kafkiano y delirante cuento de J. J. Arreola, El guardagujas. Porque qué escritor se ha resistido alguna vez a colocar a sus personajes en un tren o en una estación, cuando no ha hecho de ello el motivo principal de su aventura. Nuestro imaginario colectivo viaja (casi siempre) en primera clase, en un tren con vagones de madera y asientos de terciopelo rojo para llegar a tiempo a la cena de Navidad.

La Fundación ha conseguido nuevamente una buena edición para esta convocatoria anual, muy cuidada y grata de leer, en la que encontramos el cuento de Alberto Ramos, Gonzalo Carcedo, Olga Merino, Horacio Otheguy Riveira, Antonio Jiménez Bravo y el de una servidora Mercedes de Vega. En la sección poesía a Manuel Vilas, Rafael Espejo, Ben Clark, Adolfo Cueto, Jesús Jiménez Domínguez y José Saborit Viguer. 

Un gran nivel de narradores con textos sobresalientes y una edición perfecta para disfrutar de la lectura. A todos los que han intervenido en esta edición 2013 ¡FELIZ NAVIDAD!


Ficha del libro:

Nº pág.: 144
Año de edición: 2013
Formato: 12,00 x 20,00 cm
ISBN: 978-84-89649-97-2
P.V.P.: 6,9 euros


http://www.ffe.es/publicaciones/catalogo.asp?cat=9#220

jueves, 31 de octubre de 2013

Mercedes de Vega, Finalista y Accésit en los Premios del Tren "Antonio Machado" 2013

Entrega de Accésit Premios del Tren Antonio Machado 2013.
Mercedes de Vega, ha sido finalista y Accésit con su cuento ´La última vez que vi a mi hermano´, en los Premios del Tren "Antonio Machado" 2013, de la Fundación de los Ferrocarriles Españoles y la Fundación Española Antonio Machado, organizado con el objetivo de fomentar la relación entre la literatura y el ferrocarril.

Se han presentado a esta convocatoria  849 participantes de 21 países, con 981 obras, 366 poesías y 615 cuentos.
Este certamen está consolidado como uno de los más importantes de España no solo por su dotación económica, sino también por su gran trayectoria y nivel de premiados del mundo literario español e internacional. En sus treinta y siete ediciones se han presentado al concurso unos 40.000 escritores. De todas las obras presentadas se han seleccionado y publicado 328 cuentos desde 1977 y 63 Poesías, modalidad incluida en 2002.

Los autores premiados en las dos modalidades, han recibido en el Palacio de Fernán Núñez, sede de la Fundación de los Ferrocarriles Españoles en Madrid, los Premios del Tren 2013 ‘Antonio Machado’ de Poesía y Cuento. El acto ha estado presidido por Julio Gómez-Pomar, Presidente del Patronato de la Fundación de los Ferrocarriles Españoles y de Renfe Operadora. El escritor Manuel Vilas, con el poema ‘Creo’, ha sido Primer Premio Poesía; el Segundo Premio de este apartado para Rafael Espejo con la obra ´La desconocida´; Alberto Ramos Díaz con el relato ‘Madrid-Casablanca-Barcelona’, Primer Premio de Cuento; el Segundo Premio, para Gonzalo Calcedo por ´El ladrón de musgo´.

Las otras ocho obras premiadas con Accésit son:

·        Poesía: ´Cinco días´, Ben Clark (Ibiza); ´Intersecciones´, Adolfo Cueto (Madrid); ´Viajar en día azul´, Jesús Jiménez Domínguez (Zaragoza), y ´Viaje a la noche´, José Saborit Viguer (Valencia).

·        Cuento: ´La última vez que vi a mi hermano´, Mercedes de Vega (Madrid). ´Japón´, Antonio Jiménez Bravo de Laguna (Las Palmas); ´Presagio´, Olga Merino (Barcelona); y ´Una noche, un tren´, Horacio Otheguy Riveira (Argentina).

 Las poesías y cuentos finalistas se reunirán en un libro que se publicará dentro de la colección ‘Premios del Tren’ en diciembre de 2013.



El jurado de esta edición ha estado formado por Luis Alberto de Cuenca (profesor de investigación del CSIC), Mariano Antolín Rato y Fernando Valverde (ganadores de los Premios del Tren 2012), Luis García Montero y Jesús García Sánchez (Coordinadores del Comité de Lectura), Manuel Núñez Encabo (director de la Fundación Española “Antonio Machado”), Juan Miguel Sánchez García (Regulador del sector ferroviario), Antonio Olivares (Dirección de Comunicación, Marca y Publicidad de Renfe), José Luis Semprún (Dirección de Gabinete de Presidencia y Comunicación de Adif) y Juan Altares (gerente del área de Cultura y Comunicación Externa de la Fundación de los Ferrocarriles Españoles), como Secretario.

El fallo y la entrega de los Premios del Tren ha tenido lugar el día 28 de octubre, fecha en la que se conmemora el ‘Día del Tren’ recordando la inauguración del primer ferrocarril que funcionó en la península, la línea Barcelona-Mataró.

En la web del concurso se incluye toda la información sobre este concurso literario, las obras premiadas en la modalidad de Cuento y Poesía, los currículos de los autores y las galerías fotográficas de las ceremonias de entrega de premios. Esta página recibe más de 57.000 accesos anuales.

Los Premios del Tren “Antonio Machado” de Poesía y Cuento siguen la larga trayectoria marcada por el Premio de Narraciones Breves "Antonio Machado", instituido por Renfe en 1977 y organizado por la Fundación de los Ferrocarriles Españoles desde 1985. Después de 25 años del Premio de Narraciones Breves, se convocó en 2002 la primera edición de los Premios del Tren, “Antonio Machado” de Poesía y Cuento.

La Fundación de los Ferrocarriles Españoles organiza múltiples actividades  con el objetivo de incrementar la participación del mundo de la cultura y de la sociedad en general en la promoción del ferrocarril. Pocos medios de transporte e inventos de la modernidad han atraído al mundo de la cultura con la intensidad del ferrocarril. El universo que rodea al tren ha despertado desde sus comienzos, hace 165 años en España, los afanes creativos de escritores, fotógrafos, músicos, pintores, escultores o cineastas.


Fundación de Ferrocarriles Españoles
Santa Isabel, 44.  28012 Madrid


jueves, 17 de octubre de 2013

Haruki Murakami: entre oriente y occidente


Haruki Murakami: entre oriente y occidente
Por Antonio Garrido Domínguez

Reseña de no ficción del libro de Justo Sotelo, 
Los mundos de Haruki Murakami.

Tendremos que esperar un año más para celebrar el Premio Nobel que tan justamente se merece el escritor japonés.
Mi profesor y amigo Antonio Garrido Domínguez, nos disecciona el ensayo de Justo, y nos explica con brillantez, que:

"Justo Sotelo responde a un patrón de escritor no tan habitual como pudiera parecer a primera vista. Que un catedrático de economía escriba novelas cuenta con una tradición relativamente larga –J. L. Sampedro constituye un buen ejemplo, además de reciente- pero no lo es tanto que, además de escribir, se interese por un tipo de estudios –como los de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada- volcados en la reflexión sobre los principios, métodos y conceptos por los que se regula el análisis y comprensión de los textos literarios. 

Este proceso ha culminado con la elaboración de una tesis doctoral –que yo he dirigido al lado de Fernando Rodríguez Lafuente- en torno a un concepto central de la moderna teoría de la ficción: el de mundo posible o mundo ficcional. Al margen de otras consideraciones, el trabajo de Justo Sotelo pone ante todo de manifiesto el valor de las ideas para el estudio de la literatura y cómo, lejos de desvirtuar su vivencia, ayudan a profundizar en el conocimiento de las singularidades que le son propias. El autor hace un uso excelente del concepto de mundo ficcional para explicar el oficio de novelar de H. Murakami, escritor que encarna en grado eminente la mayoría de los rasgos más característicos de la narrativa actual. Desde otro punto de vista, el libro de Justo Sotelo –Los mundos de Haruki Murakami, Madrid, Izana Editores, 2013- viene a ratificar la rentabilidad de determinados conceptos nacidos en el ámbito filosófico aclimatados posteriormente, como ha ocurrido tantas veces, al campo de la reflexión literaria. La inspiración procede en este caso de uno de los grandes teóricos de la ficción literaria, Lubomir Dolezel, y, más específicamente, la propuesta formulada en uno de sus libros más importantes: Heterocósmica. A su luz, Justo Sotelo acomete el análisis de los universos creados por el autor japonés.

Para empezar, cabe decir que Murakami construye mundos de la más diversa índole, que van de los más apegados a la realidad empírica hasta los más alejados de ella, pasando por versiones mestizas (que son ciertamente las más abundantes). En ellos puede encontrarse desde un realismo a lo Carver hasta lo real maravilloso, aunque el predominio corresponde a los mundos híbrido o diádicos, esto es, a aquellos en los que conviven con toda normalidad lo natural y lo sobrenatural (el borrado de fronteras, en suma). En el primer supuesto entrarían Tokio blues, Al sur de la frontera o After Dark, mientras Sputnik, mi amor, Kafka en la orilla, La caza del carnero salvaje, Crónica del pájaro que dio cuerda al mundo, El fin del mundo o 1Q84 responderían a las exigencias del segundo. Como señala el autor del ensayo, la transición de lo real a lo maravilloso/fantástico o viceversa resulta muy fluida y se efectúa habitualmente a través de una serie de conductos muy diversos como túneles, pasadizos, pozos, callejones, espejos, el carnero salvaje, etc. Su cometido consiste fundamentalmente en conectar los dominios que integran un mundo diádico que, como se ha dicho, es el tipo de mundo con el que opera habitualmente Murakami. Es decisivo, en este sentido, el análisis de los diversos códigos que regulan o determinan el comportamiento de los personajes en su interior: el código alético –facilita la explicación de la mitología como mezcla de la natural y lo sobrenatural-, deóntico –relacionado con lo permitido o la prohibición-, axiológico –el bien y el mal- y el epistémico, vinculado al conocimiento. Para completar el catálogo de rasgos de los mundos ficcionales de Murakami, hay que mencionar la importancia de lo extraño, lo onírico y el simbolismo.

Aunque constituye una dimensión fundamental de la cultura japonesa, el simbolismo se apoya en este caso tanto en referentes orientales –en especial, el asociado a los gatos- como occidentales: destaca el vinculado a las grandes tragedias griegas, la búsqueda de la eterna juventud, etc. Pero la trascendencia de lo occidental se manifiesta sobre todo en las frecuentes referencias a la música, además de la literatura: Bach, Beatles, Beethoven, Bergson, Borges, Carver, Chandler, Hemingway, el jazz, Kafka, Michael Jackson, Mozart, Nietzsche, Orwell, Proust, Puig, Salinger… Este hecho ha llevado a algunos críticos –sobre todo, japoneses- a definir a Murakami como un escritor occidentalizado. Se trata sin duda de una calificación abusiva: Murakami, recalca Justo Sotelo, es un autor japonés hasta la médula por mucho que maneje –y con gran solvencia- determinados referentes de la otra parte del mundo. Su imaginario se nutre de elementos tomados de ambas culturas.

Otros aspectos de la obra del autor japonés tratados en este ensayo son los temas y, muy en especial, el tipo de personajes. Entre los primeros hay uno fundamental: las relaciones de pareja y, más específicamente, el reiterado abandono de los hombres por las mujeres de su entorno (madre, novia, hermana, amante). De ahí la abundancia de personajes solitarios, desarraigados, que pueblan las novelas de Murakami. No pocos de estos personajes son adolescentes, que tienden a prolongar esta etapa de su vida; en suma, personajes en formación. De ahí también la nostalgia que envuelve muchas de las narraciones y también que los géneros literarios mejor representados sean la vieja novela de pruebas –el relato de las aventuras a lo largo de un camino- y la de formación o aprendizaje. Particularmente interesante es la galería de mujeres que aparecen en sus historias: mucho más ricas en matices y comportamientos que sus correlatos masculinos. La mayoría de los personajes tiene en común la afición a la lectura. Otro motivo temático importante es el del doble (tan importante en la tradición literaria a partir de E. A. Poe). Resulta fácil suponer que en una novelística cuyas historias se sitúan permanentemente en un territorio que bascula entre el realismo y lo maravilloso la autentificación –esto es, la credibilidad de lo que se cuenta y sus fundamentos- se convierta en un asunto de gran trascendencia. Como es lógico, la legitimación de las historias resulta obvia en las narraciones realistas y contadas desde la tercera persona y mucho más problemática en las que no lo son y recurren a la primera. La mayoría de las novelas de Murakami recurre a este procedimiento, aunque no faltan los relatos sin autentificar -La caza del carnero, sin ir más lejos- que contravienen abiertamente las leyes del mundo de la experiencia.

Finalmente, Sotelo alude a lo que podríamos denominar conciencia crítica o social de Murakami respecto de los poderes que controlan el mundo actualmente: los medios de comunicación, las finanzas y otros, como el erotismo y la mente, que tienen que ver más con el mundo interior del individuo.
En suma, Justo Sotelo ha escrito un excelente ensayo en el que desmonta y vuelve a montar pieza a pieza el delicado mecanismo sobre el que descansa el oficio narrativo de Harumi Murakami. Es un trabajo exhaustivo y entusiasta realizado por un verdadero experto en la obra del autor japonés, en el que el lector no solo recibirá mucha información sobre él sino sobre el difícil arte de la narración. Léanlo, antes o después de zambullirse en la lectura de sus novelas, y, sin duda, me darán la razón".


Antonio Garrido Domínguez es Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad Complutense de Madrid. 

Justo Sotelo: Los mundos de Haruki Murakami (Izana, 2013).

lunes, 9 de septiembre de 2013

Vídeo reportaje de El profesor de inglés


El 26 de julio, en Nueva York, la cadena internacional CRN, para la televisión por cable, me hizo un estupendo reportaje sobre mi novela El profesor de inglés, en su presentación como novedad editorial.

Rodamos en el Boulevard East de Nueva Jersey. Es uno de los paisajes urbanos más conmovedores que hay del planeta: el perfil de la ciudad de Manhattan, junto al Hudson river. Fue una buena experiencia y un gran momento para El profesor de inglés.





Report The English teacher






miércoles, 10 de julio de 2013

Emmet Gowin, la mirada del intimismo americano

Edith, Danville, Virginia, 1967 © Emmet Gowin
Si Hopper dialoga con el vacío y la soledad urbana, enajenando al individuo de cualquier rasgo espiritual, automatizando la vida moderna, como vimos en la inolvidable exposición de Madrid en el museo Thyssen Bornemitza, Emmet Gowin, ahora y hasta el 1 septiembre en la sala Azca, Fundación Mapfre, nos ofrece un viaje al intimismo sureño. Este fotógrafo de Danville (Virginia, 1941), enamorado de Edith, su mujer, hasta lo más íntimo, la retrata siguiendo la estela de la vida: desde su más tierna juventud a la madurez más realista: embarazada de su hijo Isaak, de espaldas, su rostro mil veces, bañándose en el río con los senos descubiertos con la misma naturalidad con la que uno se baña en el río de la vida, y decenas de retratos intensos, vigorosos y sinceros. Y de esto último entiende el artista que arrebata al tiempo su faceta más cruel: la de mostrarnos el paso de los años en cada instantánea en blanco y negro, y viradas en sepia con ese tono del tiempo pasado.

Me han impresionado todos los retratos de Edith Morris, en las formas más íntimas y cotidianas de la vida rural en su espacio americano y sureño. Y mientras me increpaba el realismo y la magia de lo natural, me venía a la cabeza la escritura de William Faulkner. Hay un hilo de seda que une a estos tres autores, cada uno en su disciplina estética: pintura, fotografía y escritura. Relaciones que no he podido obviar al contemplar la primera época de la fotografía de Emmet Gowin, que con un realismo que sobresalta, muestra su intimidad domestica para hacerla universal, haciendo de ella arte y sensaciones. 

En la segunda parte de la exposición encontramos su segunda época: fotografía aérea, compromiso con la naturaleza y juegos de sombras que complementan el universo estético del fotógrafo que pasó por Granada, retratando también desde el cielo la tierra andaluza. Una sensacional exposición retrospectiva de Emmet Gowin en la Fundación Mapfre, Madrid.

Transcribo las propias palabra de Gowin como declaración del artista:

"Considero mi obra como varias hebras del mismo hilo. Mi evolución desde un enfoque intimista, centrado en la familia y en su entorno más inmediato hasta una toma de conciencia más amplia del paisaje y una aceptación de la era nuclear fue un paso natural y necesario para mí. Al retroceder en el espacio físico y mental, pude ver no solo que nuestra familia tenía un sitio en la Tierra y era sustentada por ella, sino que la tierra vegetal y biológica nos había hecho a todos.
Tuvimos nuestros orígenes en el sueño de las estrellas. Con el paso el tiempo nos convertimos en los pensamientos de la materia y en su conciencia".

Emmet Gowin. Fundación Mapfre. Sala Azca. Avenida del General Perón, 40. Madrid. Hasta el 1 de septiembre.

lunes, 17 de junio de 2013

Leer con pasión, en la feria del libro

Ha terminado la Feria del libro de Madrid. Parece que con la que está cayendo, todos contentos: libreros, editoriales y autores. Este año más ventas, ¡que bien!, y mucha, mucha gente; riadas de personas ojeando las casetas, buscando con la mirada a su autor favorito, o  ese título que guarda en al cabeza para comprar en la feria, y del que ahora el atento paseante ya no se acuerda, con tanta borrachera de magníficas portadas haciéndose un hueco en las repisas de los puestos. Se le olvidó apuntar en la agenda esa novela que le recomendó su compañero de trabajo, o ese libro de historia que leía Julia; pero da igual, mejor así, desea ardientemente descubrir una joya que llevarse para leer enseguida, con la avaricia de ser el primero en descubrir un tesoro.
Mira y remira por los estantes. Ve al librero, al niño que le está pisando, una mujer lo empuja y una joven le da un codazo para hacerse hueco. Y a él se le van los ojos ente tanto título atractivo y cubierta llameante. Ya no sabe por dónde mirar. Se acerca tímidamente un pasito más y toma ese de pastas negras, con la figura de un hombre con un sombrero ladeado, ocultándole medio rostro y fumando un cigarro, con tan buena pinta, que parece esconder una interesante promesa. El librero, con ojos despiertos, se le acerca preparado a echarle el diente y comienza a explicarle sus libros: aventuras hilarantes e historias de pasión, secretos de familia, humor ingenioso, asesinos despiadados, policías corruptos, niños fantasma, mujeres aventureras, viajes por el mundo y un sinfín de fábulas e invenciones, porque el librero, en ese momento, ya es un contador de historias, un vendedor de humo, de sueños y montajes ilusorios. Y el paseante, ya convertido en rastreador de ficciones, elige ese increíble libro desconocido que se llevará a casa para leerlo en pijama, a la luz de la mesita de noche, que es como nos gusta leer a los lectores que no nos podemos despedir del último día de la feria del libro sin uno bueno en la mano. Porque soy de las que opinan que todo libro se convierte en algo mejor cuando se lee con pasión.
Y un año más, me alegra comprobar la buena salud de todos los madrileños: niños, adolescentes, adultos y mayores, que han acudido en masa a su cita anual para celebrar la gran fiesta de los libros en el Parque del Retiro.







 16 de Junio, 2013




viernes, 31 de mayo de 2013

NUEVO LIBRO DE MERCEDES DE VEGA, EL PROFESOR DE INGLÉS

NOVEDAD EDITORIAL
NOVELA


Una oscura y poderosa historia de amor y de pérdida. Dos ejes que atraviesan la novela para ofrecernos el retrato de un hombre que no se liberó de los fantasmas de la infancia y del abandono y que lleva el desencanto inoculado como una enfermedad. Un criminal motivado por el acto de amor más absoluto y ruin: el asesinato de su mujer. Ha pagado su condena por el crimen, pero solo ante los hombres. Él sigue buscando la expiación en un continuo arrepentimiento con la sombra de la culpa siempre pisándole los talones.

Con un tono intimista, que nos envuelve desde el principio, la autora nos ofrece con El profesor de inglés una lección conmovedora.

Sinopsis:

El atractivo profesor Elías Vaiser, licenciado en Filología Inglesa en el Trinity Collegge de Dublín, sale de la cárcel y emigra a Galicia. Ha encontrado trabajo como profesor de inglés en un internado para alumnos difíciles. Quiere olvidar su crimen en un recóndito lugar, en una esquina del mapa, donde nadie irá a molestarle ni a pedirle cuentas, y que hasta el recuerdo y la memoria pueden dormir tranquilamente sin llegar a despertarse del todo. Un pueblo con gente extraña, vinculada por parentescos y vidas marcadas. La historia se trenza alrededor de Elías y tres personajes femeninos en una red de relaciones difíciles y amorosas. Se desarrolla en Noia (Galicia), Madrid, Dublín y Londres.

Huerga & Fierro Editores, presenta en La Feria del Libro de Madrid, El profesor de inglés. 
La autora estará firmando en la caseta 250 de la editorial, el día 9 de junio, de 12:00 a 14:30 horas.





viernes, 24 de mayo de 2013

Brotherhood

Brotherhood lo escribí a petición de J. Álvarez,  editor de Ediciones Atlantis, para una antología de cuentos que giraba alrededor de la crisis. Se publicó en mayo de 2012. El telón de fondo de mi relato es la caída de Lehman Brothers, y se desarrolla en Nueva York y en Newark, Nueva Jersey.

Y en referencia al estreno de la nueva versión de El gran Gatsby, cuelgo Brotherwood, muy inspirado en la novela de Scott Fitzgerald y en la crisis moral y económica que nos empobrece cada vez más. 



Brotherhood

Le gustaba la hoja en blanco porque es distintivo de inicio, de comienzo, de nuevo, de oportunidad, de esperanza..., o eso decía. ¡Con lo joven que era! Asociamos el blanco a la pureza, y desde luego no es el color de la crisis. La crisis es la tinta con la que él escribía sobre sus blancas cuartillas amontonadas a un lado de la mesa. Ah... tinta creadora que ha escrito el relato que voy a narrar. Él me dejó este terrible encargo antes de morir, y tuve que prometerle que lo haría, que su historia saldría del papel para convertirse en profecía. No debía preocuparse por ello. «Ok, brother, I promise», le dije a Robert en su lecho de muerte, acariciándole el rostro para ahuyentar sus temores que llegaban con una guadaña en la mano bajo el tétrico manto que ya lo arropaba. Su cuerpo es un cuerpo sin vida y sin ninguna esperanza en este cuartucho vaciado por las deudas y la ruina. Pero no nos pongamos trágicos. Él era un gran cuentista que nunca escribió ninguna novela porque era el más puro seguidor de Raymon Carver, de Borges y de Monterroso, y expiró su último aliento con el mayor microrrelato de toda la historia de las religiones monoteístas: «AMEN», suspiró. 

Sí, eso es lo último que quiso decir como resumen de su vida y expresión de todas sus creencias, que yo no compartía como espectador silencioso de su declive durante el último año de su vida. Tenía treinta y cinco años, un matrimonio roto, un hijo no nacido, más de doscientos manuscritos sin publicar, todo su dinero atrapado en Lehman Brothers y adicción a la heroína. Qué más se puede pedir para la destrucción del hombre postmoderno. Aunque no fue la heroína lo que le causó el desastre, ni mucho menos, aunque sí la muerte; diría que fue su gran aliada, el refugio de una crisis que terminó con él. 

Es la hora de la verdad. Con su cuerpo aún caliente delante de mí, sobre un camastro con chinches y la lana medio podrida, espero una solución que se lleve su semblante atractivo, consumido y abandonado por todos. No quiero mirar su rostro cadavérico, ni sus brazos amoratados, ni las yemas de los dedos aplastadas de pasar las noches y los días escribiendo enloquecidamente para olvidar. Aquí hace frío. Los ladrillos supuran humedad, y por las ventanas entra el ritmo frenético y machacón de las grúas del muelle. Y lo peor de todo: no encuentro el relato que me pidió que leyera para hacerlo inmortal. He rebuscado entre sus pilas de carpetas y papeles amontonados por los suelos y los rincones de este almacén inmundo en que se ha refugiado para terminar sus días cainitas. No sé como recomponer los últimos pedazos de la historia de Robert sin la tinta que él empleó para ello. Intentaré se fiel a los fragmentos del puzle que tengo en la cabeza del último año de vida del mejor amigo de mis años universitarios, el más brillante y enloquecido de todos, un poco pasado de rosca, con los bolsillos llenos de calderilla y de pepelinas que yo rechazaba discutiendo y peleándome con él por esa loca inconsciencia. 

Robert tenía la cabeza poblada de ideas románticas sobre la vida y la escritura que deseaba poner en práctica, y ya lo creo que lo hizo, en cuanto se graduó. El amigo que me sacó de muchos apuros y tristezas económicas regalándome unos bonos sub-prime que tuve la visión de vender antes de la mayor quiebra del sistema financiero de cuantos ha vivido Wall Street y por extensión el mundo entero. 

15 de septiembre de 2008. Se declara la quiebra del tercer banco de inversiones de los Estados Unidos. El sistema financiero mundial se viene abajo en siete días. En siete días Robert lo perdió todo, los siete días que tardó Dios en crear el universo, o eso es lo que nos decían de niños. Sea como fuere, parece que se necesitan siete días para la gestación de una catástrofe, como la del nacimiento de la humanidad. Esa era la idea general de Robert tras perder su fortuna, y con ella a su mujer y al niño que nunca vendría. 

Robert y Caroline eran todo lo felices que cabe esperar de un matrimonio asimétrico. 

Mi amigo había nacido en una familia de intelectuales venida a menos. Su hermosa e inteligente madre contrajo segundas nupcias con un famoso periodista judío cuando él aun no había cumplido los doce años, tras enviudar del padre de Robert, fallecido trágicamente en un accidente de tráfico dejándolos en la ruina, con la casa hipotecada, el coche sin pagar, sin póliza de vida, numerosas deudas y el seguro médico sin renovar. Robert no tuvo hermanos, y su madre murió a los dos años de su segundo matrimonio, tras renegar del cristianismo y abrazar la religión de Abraham. Esta fue la única concesión de Robert hacia su adinerado y astuto padrastro, y la de permitirle costear la carrera de periodismo en Columbia, donde nos conocimos. Sé que enseguida pasaron el uno del otro, y a los tres años de finalizar periodismo, ya ni siquiera se llamaban por navidad. Cuando Robert veía a Mossbach en el canal 56, en sus populares entrevistas a famosos y profetas mediáticos, simplemente apagaba la televisión. «Ese hombre me saca de quicio, no soporto su pomposo aire de intelectual de cloaca. Te hace sentir un disminuido», le oía decir a menudo de Mosssbach. 

Robert adoraba la vida bohemia y un poco pendenciera. Gastaba demasiado, y el alcohol y ciertas oscuras compañías, le hicieron repetir varios cursos sin que Mossbach dejase nunca de pagar las cuotas de Columbia. Robert discutía a diario con Caroline, ella deseaba casarse cuanto antes y tener hijos, y él, a trancas y barrancas, acabó la carrera y por fin contrajeron matrimonio a finales del año 2000. Caroline, enseguida, en cuanto tomó las riendas del matrimonio, intentó por todos los medios fomentar el contacto con el padrastro de Robert, por lo de la fama y la riqueza; pero todos sus intentos fueron infructuosos, bien porque Mossbach nunca la cogía el teléfono, o porque siembre estaba ocupado, y sus disculpas a cualquier contacto con la pareja se materializó definitivamente. Ese era otro motivo de discusión con mi amigo. Ella le gritaba y Robert se encerraba es su estudio a escribir todo lo que se le pasaba por la cabeza, sin hacer caso a los aporreos en la puerta y a la crudeza visceral de Caroline por entrar en la alta sociedad y en los círculos de Mossbach. Hasta le dio por estudiar yiddish durante una temporada, y cuando se enfadaba, torcía la boca excesivamente pintada de carmín y le gritaba a Robert que era un maldito pisher* y que no hacía nada por recomponer la relación con su padre. «No es mi maldito padre», vociferaba Robert tras la puerta de su escondite ‒en el único lugar en el que se sentía feliz‒ y seguía golpeando las teclas de la máquina de escribir como si en la hoja en blanco estuviese dibujada la cara de Mossbach. 

A Caroline no le gustaba ser pobre. Nació en Maspeth, una barriada de Queens, de emigrantes polacos a los que detestaba por llevar con ellos la huella del exilio. Antes de empujar al precipicio de la muerte a mi amigo, ella intentó cambiarse el nombre para adaptarlo a su nueva adscripción judía creyendo que le traería buena fortuna, cosa a la que Robert se opuso, negando cualquier tipo de adscripción religiosa en su familia. «Soy judío por condescendencia a la civilización occidental. Y por deseos de mi madre, sobre todo por eso, por deseos de mi madre», le gritaba a Caroline, con los bolsillos llenos de libros viejos y ganas de meterse un pico, cuando ella le presionaba demasiado y le metía los dedos en la llaga hablándole del éxito de Mossbach que debería imitar. 

El mayor sueño de Caroline consistía en comprarse una lujosa villa junto a la playa, en Long Island, y vivir sin hacer nada, revolcada en una vida ociosa y divertida, de fiesta en fiesta y de Martini en Martini. Y lo consiguió, ya lo creo que lo consiguió. Pero Robert era socialmente destructivo. No se quitaba de encima la chaqueta de rayas que le había tejido su madre, con los puntos deshechos de las mangas. Y sin afeitar y con los pómulos hundidos y marcadas ojeras, apretaba los labios con fuerza para soportar el poderoso hedonismo de Caroline. 

Ella, por supuesto, sabía que Robert se drogaba de forma habitual, lo había conocido así y la encantaba el glamoroso influjo romántico que eso le parecía conceder a su marido, que salía cada tres o cuatro días de madrugada para «pillar» y regresaba hecho trizas a la tensa estabilidad de su hogar. Pero Robert cada vez escribía mejor. Era el arma arrojadiza que ella me tiraba a la cara cuando hablábamos del tema. Las drogas le disparaban la imaginación y el arte sobrevolaba por la cabeza de Robert de una forma sublime, incomprensible, me argumentaba Caroline. Parecía haber encontrado a su musa en las calles, en las que nadie en su sano juicio se asomaría, entre cubos de basura, en callejones apestados de orines, fumando con los junkies de los barrios más marginales del Bronx y durmiendo la mona entre cartones. Sus microcuentos callejeros tenían cada vez más éxito. Consiguió hacerse un hueco en los diarios con sus historias de desheredados y apátridas; muchas veces le reconocía a él mismo entre sus cuentos. Había elevado a los homeless a la cumbre de la literatura callejera haciéndolos protagonistas y héroes de sus microficciones, que eran leídas por cientos lectores que buscaban entre las páginas de la prensa las short-stories de Robert, desde primeras horas de la mañana. Entonces, se le subía el ánimo y parecía otro, sonriendo como un niño, cuando le llama el redactor jefe y le encargaba otros más para la semana siguiente; se enfundaba en la chaqueta de rayas de su madre y esa misma noche se tiraba a la calle en busca de inspiración y de alimento. 

El matrimonio se podía haber mantenido indefinidamente en las aguas revueltas de la convivencia, navegando sin rumbo pero sin naufragar del todo. Robert escribía también crítica literaria para varias revistas e iba saliendo del paso, trabajaba de noche y dormía de día. Era el perfecto gato de ciudad que rebusca entre la basura. 

Por lo que respecta a Caroline, detestaba cada vez más su empleo de maestra y culpaba a Robert de su vida aburrida y raquítica de emigrante de segunda generación de la que nunca iba a salir. Murmuraba entre dientes cosas como estas de sus pequeños alumnos: «Bueno... sí..., qué asco eso de aguantar a mocosos mal educados que huelen a cocina» Y nunca quiso dedicarse a la docencia, pero era la opción más sencilla para una hija de maestros, soportar a niños de primaria en un colegio católico de New Jersey, tener largas vacaciones y un sueldo escuálido, limarse las uñas largas de madrastra escuchando el teclear de la máquina de Robert, y peinarse durante horas su larga melena con las puntas abiertas, mientras miraba con envidia los programas de Mossbach en la televisión por cable. De vez en cuando, preparaba poolish y le hacía a Robert pan polaco. Los platos sucios se les amontonaba en la pila y en la nevera nunca faltaban latas de cerveza. Yo solía visitar a la pareja una vez por semana como costumbre, pedíamos comida china, y Caroline antes de terminar el flan de arroz se largaba de la cocina harta de nuestra conversación que nunca lograba interesarle. «Ya habéis logrado echarme si empezáis con esa bobada de la maldad en el hombre y la caída de la civilización occidental... Menudo rollo… Lo único que deberíais meteros en vuestra lista mollera es la pasta y el ladrillo». Así pensaba Caroline. 

Esa falsa estabilidad en la que parecían convivir cambió radicalmente cuando Robert, una mañana, fue a comprar cervezas a la deli de la esquina y adquirió un boleto de lotería, así para probar y callarle de una vez la boca a Caroline. Y le tocó. Le tocó el máximo premio, así, por casualidad, como suele suceder siempre en estos casos. Y cómo no fueron inconscientemente felices gastando a manos llenas hasta el 15 de septiembre de 2008, para después culparse mutuamente de todo el desastre. 

Caroline, en vez de dedicarse a la buena vida de millonaria que siempre había deseado, cambió su empelo en la escuela católica de New Jersey, por la de administradora la fortuna de Robert, metiéndose a inversora de altos vuelos. A Robert, por supuesto, le daba igual, como le daba igual que el mundo despareciera de la noche a la mañana en una explosión nuclear. Realmente pasaba de todo menos de la escritura. Y sus salidas nocturnas daban un pasito más allá. Se descuidó el bigote, que antes se arreglaba estirándose las puntas con los dedos cuando se ponía interesante al hablar de otros autores que publicaban, cómo decía él, bazofia para los puercos. 

Descuidó tanto su cuerpo y su salud como su cuenta corriente trepaba a las cimas más altas. Y el más sucio realismo de la literatura norteamericana comenzaba a germinar en él. Los textos de Bukowski parecían cuentos para niños. Por mi parte, dejé de frecuentarles cuando se muraron a Long Island. Más tarde, reanudé las visitas a su nueva residencia. Echaba de menos las peleas de la pareja y me preocupaba la salud de mi amigo. 

Caroline compró un caserón grandilocuente y exagerado ‒como el de Mr. Gatsby‒ en la misma zona donde Fitzgerald había ubicado la novela. Años atrás, Caroline ponía los ojos en blanco al evocar El gran Gatsby. La había leído más de cien veces soñando con la vida de los Buchanan. O eso decía. Y al verse con tanto dinero, de la noche a la mañana, contrató al mejor agente inmobiliario hasta encontrar, en la misma zona de East Egg, una mansión gregoriana rodeada por más de un acre de praderas, con una piscina fastuosa de mármol y un caminito entre árboles que terminaba en la bahía. Yo rebauticé a Caroline con un nuevo apodo, y ella sonreía maliciosamente cuando Robert la llamaba Daisy. «Oh..., querido, un Rolls Phantom no estaría mal, ¿verdad...?, para que hiciese juego con nuestro nuevo hogar. No sé... un poco escandaloso, quizás. A lo mejor el Porsche..., más moderno. Si lo sacamos con leasing nos desgravaría impuestos… y... Venga Robert, no seas ruin», la escuché comentarle unas cuantas veces sin que su marido se diera por aludido. 

Y mientras ella costeaba locas fiestas al más puro estilo años veinte, con ríos de champán y música hasta la madrugada, invitando a vecinos y extraños, Robert se escondía en el ático de la enorme casa donde ubicó su estudio, o tomaba el coche con la misma chaqueta de rayas de siempre para largarse con sus homeless a pillar heroína y dejar que transcurriese lo que tuviera que transcurrir en su casa, que ya no era su casa, sino un mausoleo extraño y presuntuoso con techos de estuco y una escalinata siempre desierta por las mañanas. Los criados limpiaban los salones vacíos y él cruzaba por ellos como un fantasma, cada vez más delegado y consumido. 

Los bonos sub-prime eran el orgullo de Caroline. Créditos hipotecarios de alto riesgo y demasiado remunerados. La casa de Long Island la adquirieron con una hipoteca inflada, a bajo interés. Robert no entendía que fuese una locura comprar activos financieros por debajo de los 650 puntos, cualquier imbécil sabía que eso explotaría tarde o temprano. Pero los bancos compraban bonos basura y daban hipotecas a manos llenas a gente que más tarde no podría pagarlas. Desde Clinton se venía impulsando las compras inmobiliarias para alimentar el mercado con más dinero procedente de la clases medias-bajas. Era una forma rápida de inyectar efectivo al sistema. El dinero estaba barato y, Caroline, al igual que la banca, ambicionaba intereses mayores. Se vestía con trajes caros y elegantes de alta ejecutiva y pasaba las mañanas en las oficinas de Broadway con la calle 50, de Lehman Brothers. Le encantaba codearse con los brokers de Lehman, lucir una sonrisa abierta e infantil de niña rica, mientras estos la trataban como a una reina para colocar todo el dinero de la lotería de Robert en bonos de alto interés, sin preocuparse de lo contaminados que pudieran estar. 

La noche del 22 de septiembre de 2008, Caroline se presentó en mi apartamento. Me levanté del sofá al escuchar el telefonillo automático y dejé el periódico abierto sobre los almohadones con la peor noticia económica desde el crack de 1929. Lo primero que pensé fue en ellos cuando escuché por el auricular la voz desesperada de Caroline. Entró con un vestido amarillo, muy maquillada, con signos claros de no haber dormido en más de veinticuatro horas. Las ojeras la embellecían y sus labios rojos habían perdido todo su brillo. Pero su cara de niña traviesa seguía indemne, a pesar de las terribles noticias. 

Según entraba se desplomó sobre mis almohadones y el New York Post, arrugándolo todo. 

–¡No voy a poder resistirlo, Tom! Hace mucho calor aquí.... me ahogo. 

Se levantó y subió del todo la ventana del living. Yo me acerqué al mueble bar y le serví un Martini. 

–Me imagino por lo que estáis pasando ‒dije, poniéndole la copa casi en la mano. 

No me atreví a preguntar nada, y Caroline se volvió a sentar sobre mi periódico con el Martini en la mano. 

–¡Bah...! No sabes nada de nada. ¡Estoy embarazada!, y me largo ‒de un trago se lo bebió y dejó la copa en el suelo‒. No aguanto más al junkie de tu amigo. Me ha destrozado la vida. ¡Se acabó! 

–Me alegro por tu embarazo pero... ¿No crees que exageras?, querida. ¿Dónde está el marido y el brillante escritor que amabas? 

–Deja de ser puñetero, eso es lo de menos ahora. ¡Lo hemos perdido todo! ¡Todo! ¡No te imaginas por lo que estoy pasando! Había rumores, bulos, deuda financiera...; pero nunca pensé que Lehman pudiera quebrar así, de la noche a la mañana. Lo han dejado caer, lo han alimentado como a un monstruo hasta que ha explotado. Nadie esperaba esto. Los empleados huían despavoridos de las oficinas con sus pertenencias en cajas, corrían por la calle como ratas…. ¡Oh, Tom, es horrible! Y mi asesor ni ha aparecido. Muchos se han fugado ante el terror de la quiebra. Y yo no pienso quedarme aquí para volver a ser pobre de nuevo, y ver cómo Robert acaba con su vida y lo perdemos todo. Hace meses que no me enseña lo que escribe. Creo que está bloqueado. O simplemente se le ha fundido el cerebro. Me da igual. Estoy desesperada, Tom. Ayúdale a salir de esta mierda. ¡Yo... ya no puedo más! 

–¿Por qué no hablas con él y lo piensas mejor antes de tomar decisiones precipitadas? No creo que le importe la quiebra de Lehman, ya sabes como es. Saldréis adelante. Tenéis amigos... 

–¡Ah... no me hagas reír! ¡Por Dios! El mayordomo vio salir a Robert hace dos días y no ha regresado. Igual te lo encuentras por ahí, medio muerto. Tú sabes perfectamente por donde va, en los tugurios en los que se mete, con esa gentuza…. Yo me largo, Tom. Esto va en serio. 

–A ver, déjame pensar... Primero: estás embarazada. Segundo: habéis perdido todo el dinero en la quiebra de Lehman. Tercero: abandonas a Robert dejándole tirado. Cuarto: que salga yo en su busca para darle estas maravillosas noticias. A ver... ¿Se te ocurre alguna idea más? Desde luego imaginación no te falta, parece que la escritora eres tú. 

–Tom, no quiero recordarte que Robert te regaló un buen paquete de bonos, de esos que llamabas basura, y que bien supiste vender... Eres un listo, Tom, un listo. 

Se levantó del sofá con aires de millonaria y se acercó a mirar por la ventana. Parecía inquieta. 

–Caroline, sé que estás muy afectada, es muy gordo lo que está pasando, y el mundo no volverá a ser el mismo. La gente en el veintinueve se suicidaba, paro ahora es distinto. Acabareis recuperando el dinero, o por lo menos parte de él. La Reserva Federal no puede permitirse el lujo de esta quiebra. Hay que mantener la calma, y tu deber es estar con Robert. Saldréis juntos de esta crisis, ya verás. Él es el más débil. Y se gana bien la vida... 

–¡No me hagas reír! Lleva tiempo sin pegar palo al agua. ¡Está acabado! No pienso quedarme para ver cómo me destruye. No sabe que estoy embarazada y, desde luego, no pienso tenerlo; no estoy chiflada. Sería una locura, con alguien como Robert. Se trae a casa a esos desheredados, que nos roban, que inundan el jardín de mierda y un día nos atracan y nos matan a los dos. Están infectando el East Egg. Los vecinos se quejan. ¡Es un peligro público! Y esas mierdas que escribe…, de gente rara como él. ¡Morbosidades, es lo que escribe, morbosidades! 

Fue imposible convencer a Caroline. Se largó de mi apartamento con más humos que con los que entró, dejándome encomendada la misión más difícil de toda mi vida. Miré por la ventana y la vi entrar en un Porsche descapotable tan amarillo como su vestido. Un tipo con camisa blanca y gafas de sol la esperaba dentro. Arrancó rápido y me dio la impresión de que se iban al infierno envueltos en ese ruido grave e inalcanzable de los coches de 120.000 dólares. 

Ha pasado más de un año y no he vuelto a saber de Caroline. 

Encontré a Robert en su mansión de Long Island más arruinado que nunca. Estaba envuelto en una manta vieja en su estudio del ático, muerto de frío y deshidratado; llevaba sin comer más de tres días. El mayordomo y las criadas habían desaparecido. Me lo llevé a mi apartamento hasta que le enconaré un sitio en un almacén del puerto de New Jersey. Su casa la embargaron al poco tiempo de que lo abandonara Caroline, y las cuentas del banco simplemente dejaron de existir. Robert estaba muy enfermo, era insociable, dejó de publicar y escribía únicamente para él, y bajo el influjo de su extravagancia mental. Emborronaba hojas y hojas y las tiraba por la ventana como un desquiciado. Sabía perfectamente que Caroline se había quedado abrazada. Uno de sus cuentos me dio la pista de su frustración ante la paternidad y nunca me contó lo que había pasado entre ellos; tampoco era necesario. 

Yo pasé a costearle, como he podido, su «ración diaria» y los sándwiches y las cervezas durante todo este tiempo. Me repetía contestemente, como hacen los junkies, que trabajaba en un proyecto que me iba a hacer rico una vez que él muriera. «Los escritores póstumos son los que conocen la gloria. Los que conocen la gloria, los que conocen la gloria…», repetía una y otra vez. Y en un acto de generosidad me firmó un documento cediéndome los derechos de autor de todas sus obras, de las pasadas, presentes y futuras, porque indudablemente seguiría escribiendo allá donde se encontrara; en el infierno lo más probable. Quizá sea él quien verdaderamente esté escribiendo este pequeño fragmento de su vida, porque yo jamás fui capaz de redactar más que noticias de eventos para diarios deportivos, alguna que otra entrevista a figuras de segunda y una columna de economía doméstica en una página interior del New York Post. 

Hoy es domingo y el muelle está tranquilo. Los barcos atracados parecen descansar de su actividad frenética, y las gaviotas picotean aquí y allá todo lo que pueden. Yo sabía que Robert no acabaría bien, él mismo ya no aguantaba ni el peso de sus huesos. No creo que fuera consciente de todo lo que había sucedido en su vida en los dos últimos años. Veo decenas de hojas escritas tiradas por los suelos. Su escuálido cuerpo, sobre el camastro en esta habitación desloada, me da escalofríos. Todo su atractivo se ha esfumado y, en su lugar, la máscara de la muerte ya es un hecho consumado desde hace por lo menos más de veinticuatro horas. 

Su máquina de escribir está sin cinta, y en las últimas semanas se ha dedicado a emborronar cuartillas y a pintar desordenadamente el nombre de Caroline por las paredes. El jueves lo encontré más despejado. Escribía su epitafio sobre la etiquete de una botella de whiskie. Era original. Ya el jueves vi que se estaba muriendo. Deliraba como un moribundo y no tuve la precaución de pedirle el documento que me adjudica su legado. He de vaciar todo esto antes de localizar a Mossbach. Si él no quiere hacerse cargo del cadáver, veré cómo me las arreglo para sacarlo del puerto y trasladarlo desde aquí, en la bahía de Newark, para darle sepultura sin saber dónde. Lo cierto es que yo no tenía previsto este final tan repentino de Robert, y he de encontrar su testamento antes de que vengan a llevarse el cuerpo de mi amigo.

*Pisher: persona que se mea en la cama, persona insignificante.

Cuento publicado en la antología: Madrid: golpe a la crisis. 12 narradores en clave de cuento
ISBN: 978-84-15449-77-5
Numero de páginas: 258

domingo, 28 de abril de 2013

Desaparecido



Microrrelato


Un temblor precipitó su caída hacia la cama,
y sin poder despedirse de su amada, 
el colchón se lo tragó. 

Ella todavía le está buscando.






Mujer acostada en el colchón, 1974, Darío Morales.

domingo, 3 de marzo de 2013

Leche de coco y crema de banana


 Relato publicado en Cuentos del Sismógrafo

 Recuerdo el áspero gusto a higo chumbo que me produjo su mirada cuando le conocí. Cómo lentamente el olor de su cuerpo se iba convirtiendo en un sabor dulzón y áspero que me recordaba a la leche cortada. Desde el principio me causó la grata impresión que posee para mí la belleza mantecosa.
     Conocí a Alberto una tarde de intenso calor de verano. El bochorno abrasador nos arrojaba de nuestros incandescentes y minúsculos apartamentos. Los edificios que bordean el parque de Berlín se desvanecían tras diez horas expuestos al inclemente sol de agosto de Madrid. Solíamos pasear a nuestros perros por el parque, del que éramos entonces vecinos. Nos habíamos visto en varias ocasiones alrededor del pequeño estanque a la entrada de Concha Espina, pero hasta entonces, nos esquivábamos con timidez buscando lugares apartados para jugar con nuestros perros.
Apenas hubimos mantenido las primeras impresiones, la acidez que me produjo nuestros primeros saludos por el parque, junto a una emoción repulsiva, dio paso en poco tiempo a la sensación de licuarme en su mirada. De pronto todo cambió, en el trascurso de una tarde de cine erótico a la que me invitó nada más entablar nuestra segunda y tímida conversación en el parque.  
          Aquella tarde, al principio, me pareció un chaval ásperamente gordo y seboso, como embadurnado en mantequilla; le sudaba la frente, brillante y grasienta. Llevaba una perilla a lo Adolfo Bécquer que me pareció muy intelectual y morbosa, y vestía con ropa de surfing que le queda grande; ideal para ocultar su amorfo y celulítico cuerpo, tras el despiste de un deporte para flacos.
    La verdad, sus camisas de verdes chirriantes y naranjas calientes grabadas con motivos surferos de Tarifa, le daban un aire de chico desesperado en busca de una tabla de surf con dos tetas, con la que surcar las olas del verano madrileño. Pensé en entonces que era un desesperado, como tantos, por olor a mar y a caracola, en estado de castigo en la meseta castellana y suspirando por un trocito de sal marina que llevarse a los dientes. Pedía a gritos ser rescatado de la sosa y aburrida sequía madrileña.
     Yo, que hasta en la poca agua que acumula mi bañera me puedo ahogar, decidí esa tarde darme un pequeño chapuzón bajo las olas de la camisa de Alberto, y surfear en la butaca de un cine erótico por las magrosidades de su cuerpo. Rebozarme entre la arena caliente de su playa. Subir y bajar por las sudorosas marejadas de su piel. Entrar y salir por los recovecos de sus michelines. Deslizarme bajo sus pantalones buscando la isla prohibida entre sus piernas, para escurrirme por el largo tronco de su palmera.
¡Ah…! Excelente prefacio para un rato de surf.
     Lo recuerdo perfectamente. Quedamos en la puerta del cine Max, sólo para adultos, de Arapiles. La película se llamaba Sabor a mar. No podía haber en el mundo un título mejor para quienes añoran el gusto del líquido salado. Alberto y yo, en cuanto tomamos posesión de nuestras butacas y empezó la película, comenzamos a balancearnos de aquí para allá, hacia arriba y hacia abajo, hacia fuera y hacia adentro. Las protagonistas, dos rubias bañistas despampanantes con mini tanga brasileño, hacían saltar a los peces del agua. Las dos eróticas sirenas, acompañadas por cuatro estrellas masculinas del cine porno, alardeaban de miembros febriles a punto de estallar. Rojos y calientes los actores destacaban sobre la playa como cangrejos apareándose, sembrando por la arena a los pocos minutos, abundante leche de coco y crema de banana.
     A Alberto se le movían las chichas en obsceno vaivén según avanzaba la película, y el roce de sus carnes producían un ruido lujurioso, semejante al frote de las patas de las cigarras. Eso me provocaba  una excitación feroz. Su olor a sudor salado, mezcla de berberechos y boquerones en vinagre, hacían de mí una cueva marina bajo el mar Mediterráneo, en la que Alberto, ya sin pantalones piratas, entraba y salía buceando con mi pez en su boca.
     En la oscuridad del cine no nos percatamos de la audiencia, pensando qué disfrutaban todos al regocijo playero del penetrante y profundo argumento, y de la belleza y del exceso de sus protagonistas; pues la verdad, ni Alberto ni yo, con mis 120 kilos, pudimos suponer que todo el mundo nos miraba enfebrecido. En un flash de lucidez, nos dimos cuenta que durante todo el tiempo los protagonistas de la película habíamos sido nosotros, en nuestro particular decorado. Todos los espectadores se pusieron de pie al encender las luces, y nos aplaudieron excitados por nuestra espectacular actuación. Fue una interpretación tan realista que nuestros asientos, como tablas de surf, nadaban en mil piruetas sobre olas de leche de coco y crema de banana que Alberto y yo derramamos con excesiva generosidad.
      Después de tres años juntos, y aprovechando que la obesidad se ha puesto de moda, nos hemos hecho actores de cine y triunfamos por todo Madrid como estrellas de mar.

Relato publicado en Cuentos del Sismógrafo


lunes, 4 de febrero de 2013

Una visión del mundo, por John Cheever


El cuento Una visión del mundo fue publicado por primera vez en The New Yorker, el 29 de septiembre del 62. Es sin duda uno de los mejores y más representativos del imaginario de John Cheever. Es profundo y honesto y requiere una atenta lectura. Para disfrutar plenamente del universo Cheever.


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Esto lo escribo en otra casa de campo a orillas del mar, sobre la costa. La ginebra y el whisky han marcado anillos en la mesa frente a la cual me siento. Hay poca luz. De la pared cuelga una litografía coloreada de un gatito que tiene puestos un sombrero adornado con flores, un vestido de seda y guantes. El aire huele a moho, pero yo creo que es un olor grato, vivificante y carnal, como el agua de la sentina y el viento en tierra. Hay marea alta, y el mar bajo el farallón golpea los muros de contención y las puertas y sacude las cadenas con fuerza tal que salta la lámpara sobre mi mesa. Estoy aquí, solo, para descansar de una sucesión de hechos que comenzó un sábado por la tarde, cuando estaba paleando en mi jardín. Treinta o cincuenta centímetros bajo la superficie descubrí un pequeño recipiente redondo que podía haber contenido cera para lustrar zapatos. Con un cortaplumas abrí el recipiente. Dentro encontré un pedazo de tela encerada, y al desplegarla hallé una nota escrita sobre papel rayado. Leí: «Yo, Nils Jugstrum, me prometo que si al cumplir los veinticinco años no soy socio del Club Campestre de Arroyo Gory, me ahorcaré». Sabía que veinte años antes el vecindario en que vivo era tierra de cultivo, y supuse que el hijo de un agricultor, mientras contemplaba los verdes senderos del arroyo Gory, habría formulado su juramento y lo habría enterrado en el suelo. Me conmovieron, como me ocurre siempre, esas líneas irregulares de comunicación en las cuales expresamos nuestros sentimientos más profundos. A semejanza de un impulso de amor romántico, me pareció que la nota me sumergía más profundamente en la tarde.

El cielo era azul. Parecía música. Acababa de cortar el pasto y su fragancia impregnaba el aire. Me recordaba esos avances y esas promesas de amor que practicamos cuando somos jóvenes. A1 final de una carrera pedestre uno se echa sobre la hierba, junto a la pista, jadeante, y el ardor con que abraza la hierba de la escuela es una promesa a la cual se atendrá todos los días de su vida. Mientras pensaba en cosas pacíficas, advertí que las hormigas negras habían vencido a las rojas, y estaban retirando del campo los cadáveres. Pasó volando un petirrojo, perseguido por dos grajos. El gato estaba en el seto de uvas, acechando a un gorrión. Pasó una pareja de oropéndolas tirándose picotazos, y de pronto vi, a menos de medio metro de donde estaba, una culebra venenosa que se despojaba del último tramo de su oscura piel de invierno. No sentí temor ni miedo, pero me impresionó mi falta de preparación para este sector de la muerte. Aquí encontraba un veneno letal, parte de la tierra tanto como el agua que corría en el arroyo, pero pareció que no le había reservado un lugar en mis reflexiones. Volví a casa para buscar la escopeta, pero tuve la mala suerte de encontrarme con el más viejo de mis perros, una perra que teme a las armas. Cuando vio la escopeta, comenzó a ladrar y a gemir, atraída sin piedad por sus instintos y sus sentimientos de ansiedad. Sus ladridos atrajeron al segundo perro, por naturaleza cazador, que bajó saltando los peldaños, dispuesto a cobrar un conejo o un pájaro; y seguido por dos perros, uno que ladraba de alegría y el otro de horror, regresé al jardín a tiempo para ver que la víbora desaparecía entre las grietas de la pared de piedra.
Después, fui en automóvil al pueblo y compré semillas de hierba, y más tarde fui al supermercado de la Ruta 27 para comprar unos brioches que había pedido mi esposa. Creo que en estos tiempos uno necesita una cámara para filmar un supermercado el sábado por la tarde. Nuestro lenguaje es tradicional, y representa la acumulación de siglos de relaciones. Excepto las formas de los productos, mientras esperaba no pude ver nada tradicional en el mostrador de la panadería. Éramos seis o siete personas, y nos demoraba un viejo que tenía una larga lista, una relación de alimentos. Mirando por encima de su hombro leí:
6 huevos
entremeses
Me vio leyendo el papel y lo apretó contra el pecho, como un prudente jugador de naipes. De pronto, la música funcional pasó de una canción de amor a un cha-cha-cha, y la mujer que estaba al lado comenzó a mover tímidamente los hombros y a ejecutar algunos pasos. «Señora, ¿desea bailar?», pregunté. Era muy fea, cuando abrí los brazos avanzó un paso y bailamos un minuto o dos. Era evidente que le encantaba bailar, pero con una cara como la suya seguramente no tenía muchas oportunidades. Entonces, se sonrojó intensamente, se desprendió de mis brazos y se acercó a la vitrina de vidrio, donde estudió atentamente los pasteles de crema. Me pareció que había dado un paso en la dirección apropiada, y cuando recibí mis brioches y volví a casa estaba muy contento. Un policía me detuvo en la esquina de la calle Alewives, para dar paso a un desfile. A1 frente marchaba una joven calzada con botas y vestida con pantalones cortos que destacaban la delgadez de sus muslos. Tenía una nariz enorme, llevaba un alto sombrero de piel y subía y bajaba un bastón de aluminio. La seguía otra joven, de muslos más finos y más amplios, que marchaba con la pelvis tan adelantada al resto de su propia persona que la columna vertebral se le curvaba de un modo extraño. Usaba gafas, y parecía sumamente molesta a causa del avance de la pelvis. Un grupo de varones, con el agregado aquí y allá de un campanero de cabellos canos, cerraba la retaguardia y tocaba Los cajones de municiones avanzan. No llevaban estandartes, por lo que podía ver no tenían finalidad ni destino y todo me pareció muy divertido. Me reí el resto del camino a casa.
Pero mi esposa estaba triste.
–¿Qué pasa, querida? –pregunté.
–Tengo esa terrible sensación de que soy un personaje, en una comedia de televisión –dijo–. Quiero decir que mi aspecto es agradable, estoy bien vestida, tengo hijos atractivos y alegres, pero experimento esa terrible sensación de que estoy en blanco y negro y de que cualquiera me puede apagar. Es sólo eso, que tengo esa terrible sensación de que me pueden borrar. –Mi esposa a menudo está triste porque su tristeza no es una tristeza triste, y dolida porque su dolor no es un dolor aplastante. Le pesa que su pesar no sea un pesar agudo, y cuando le explico que su pesar acerca de los defectos de su pesar puede ser un matiz diferente del espectro del sufrimiento humano, eso no la consuela. Oh, a veces me asalta la idea de dejarla. Puedo concebir una vida sin ella y los niños, puedo arreglarme sin la compañía de mis amigos, pero no soporto la idea de abandonar mis prados y mis jardines. No podría separarme de las puertas del porche, las que yo reparé y pinté, no puedo divorciarme de la sinuosa pared de ladrillos que levanté entre la puerta lateral y el rosal; y así, aunque mis cadenas están hechas de césped y pintura doméstica, me sujetarán hasta el día de mi muerte. Pero en ese momento agradecía a mi esposa lo que acababa de decir, su afirmación de que los aspectos externos de su vida tenían carácter de sueño. Las energías liberadas de la imaginación habían creado el supermercado, la víbora y la nota en la caja de pomada. Comparados con ellos, mis ensueños más desordenados tenían la literalidad de la doble contabilidad. Me complacía pensar que nuestra vida exterior tiene el carácter de un sueño y que en nuestros sueños hallamos las virtudes del conservadurismo. Después, entré en la casa, donde descubrí a la mujer de la limpieza fumando un cigarrillo egipcio robado y armando las cartas rotas que había encontrado en el canasto de los papeles.
Esa noche fuimos a cenar al Club Campestre Arroyo Gory. Consulté la lista de socios, buscando el nombre de Nils Jugstrum, pero no lo encontré, y me pregunté si se habría ahorcado. ¿Y para qué? Lo de costumbre. Gracie Masters, la hija única de un millonario que tenía una funeraria, estaba bailando con Pinky Townsend. Pinky estaba en libertad, con fianza de cincuenta mil dólares, a causa de sus manejos en la Bolsa de Valores. Una vez fijada la fianza, extrajo de su billetera los cincuenta mil. Bailé una pieza con Millie Surcliffe. Tocaron Lluvia, Claro de luna en el Ganges, Cuando el petirrojo rojo rojo viene buscando su antojo, Cinco metros dos, hay tus ojos, Carolina por la mañana y El Jeque de Arabia. Se hubiera dicho que estábamos bailando sobre la tumba de la coherencia social. Pero, si bien la escena era obviamente revolucionaria, ¿dónde está el nuevo día, el mundo futuro? La serie siguiente fue Lena, la de Palesteena, Porsiemprejamás soplando burbujas, Louisuille Lou, Sonrisas, y de nuevo El petirrojo rojo rojo. Esta última pieza de veras nos hace brincar, pero cuando la banda lanzó a pleno sus instrumentos vi que todos meneaban la cabeza con profunda desaprobación moral ante nuestras cabriolas. Millie regresó a su mesa, y yo permanecí de pie junto a la puerta, preguntándome por qué se me agita el corazón cuando veo que la gente abandona la pista de baile después de una serie; se agita lo mismo que se agita cuando veo mucha gente que se reúne y abandona una playa mientras la sombra del arrecife se extiende sobre el agua y la arena, se agita como si en esas amables partidas percibiese las energías y la irreflexión de la vida misma.

Pensé que el tiempo nos arrebata bruscamente los privilegios del espectador, y en definitiva esa pareja que charla de forma estridente en mal francés en el vestíbulo del Grande Bretagne (Atenas) somos nosotros mismos. Otro ocupó nuestro puesto detrás de las macetas de palmeras, nuestro lugar tranquilo en el bar, y expuestos a los ojos de todos, obligadamente miramos alrededor buscando otras líneas de observación. Lo que entonces deseaba identificar no era una sucesión de hechos sino una esencia, algo parecido a esa indescifrable colisión de contingencias que pueden provocar la exaltación o la desesperación. Lo que deseaba hacer era conferir, en un mundo tan incoherente, legitimidad a mis sueños. Nada de todo eso me agrió el humor y bailé, bebí y conté cuentos en el bar hasta cerca de la una, cuando volvimos a casa. Encendí el televisor y encontré un anuncio comercial que, como tantas otras cosas que había visto ese día, me pareció terriblemente divertido. Una joven con acento de internado preguntaba:
–¿Usted ofende con olor de abrigo de piel húmedo? Una capa de marta de cincuenta mil dólares sorprendida por la lluvia puede oler peor que un viejo sabueso que estuvo persiguiendo a un zorro a través de un pantano. Nada huele peor que el visón húmedo. Incluso una leve bruma consigue que el cordero, la mofeta, la civeta, la marta y otras pieles menos caras pero útiles parezcan tan malolientes como una leonera mal ventilada en un zoológico. Defiéndase de la vergüenza y el sentimiento de ansiedad mediante breves aplicaciones de Elixircol antes de usar sus pieles... –Esa mujer pertenecía al mundo del sueño, y así se lo dije antes de apagarla. Me dormí a la luz de la luna y soñé con una isla.
Yo estaba con otros hombres, y parecía que había llegado allí en una embarcación de vela. Recuerdo que tenía la piel bronceada, y cuando me toqué el mentón sentí que tenía una barba de tres o cuatro días. La isla estaba en el Pacífico. En el aire flotaba un olor de aceite comestible rancio –un indicio de la proximidad de la costa china–. Desembarcamos en mitad de la tarde, y me pareció que no teníamos mucho que hacer. Recorrimos las calles. El lugar había sido ocupado por el ejército, o había servido como puesto militar, porque muchos de los signos de las ventanas estaban escritos en inglés defectuoso. «Crews Cutz» (cortes de cabello), leí en un cartel de una peluquería oriental. Muchas tiendas exhibían imitaciones de whisky norteamericano. Whisky estaba escrito «Whikky». Como no teníamos nada mejor que hacer, fuimos a un museo local. Vimos arcos, anzuelos primitivos, máscaras y tambores. Del museo pasamos a un restaurante y pedimos una comida. Tuve que debatirme con el idioma local, pero lo que me sorprendió fue que parecía tratarse de una lucha bien fundada. Tuve la sensación de que había estudiado el idioma antes de desembarcar. Recordé claramente que formulé una frase cuando el camarero se acercó a la mesa. –Porpozec ciebie nie prosze dorzanin albo zylopocz ciwego –dije. El camarero sonrió y me elogió, y cuando desperté del sueño, el uso del lenguaje determinó que la isla al sol, su población y su museo fuesen reales, vívidos y duraderos. Recordé con añoranza a los nativos serenos y cordiales, y el cómodo ritmo de su vida.

El domingo pasó veloz y agradable en una ronda de reuniones para beber cócteles, pero esa noche tuve otro sueño. Soñé que estaba de pie frente a la ventana del dormitorio de la casa de campo de Nantucket que alquilamos a veces. Yo miraba en dirección al sur, siguiendo la delicada curva de la playa. He visto playas más hermosas, más blancas y espléndidas, pero cuando miro el amarillo de la arena y el arco de la curva, siempre tengo la sensación de que si miro bastante tiempo la caleta me revelará algo. El cielo estaba nublado. El agua era gris. Era domingo... aunque no podía decir cómo lo sabía. Era tarde, y de la posada me llegaron los sonidos tan gratos de los platos, y seguramente las familias estaban tomando su cena del domingo por la noche en el viejo comedor de tablas machimbradas. Entonces vi bajar por la playa una figura solitaria. Parecía un sacerdote o un obispo. Llevaba el báculo pastoral, y tenía puestas la mitra, la capa pluvial, la sotana, la casulla y el alba para la gran misa votiva. Tenía las vestiduras profusamente recamadas de oro, y de tanto en tanto el viento del mar las agitaba. La cara estaba bien afeitada. No puedo distinguir sus rasgos a la luz cada vez más escasa. Me vio en la ventana, alzó una mano y dijo: –Porpozec ciebie nie prosze dorzanin albo zyolpocz ciwego.–Después, continuó caminando deprisa sobre la arena, utilizando el báculo como bastón, el paso estorbado por sus voluminosas vestiduras. Dejó atrás mi ventana, y desapareció donde la curva del farallón concluye con la curva de la costa.
Trabajé el lunes, y el martes por la mañana, a eso de las cuatro, desperté de un sueño en el cual había estado jugando al béisbol. Era miembro del equipo ganador. Los tantos eran seis a dieciocho. Era un encuentro improvisado de un domingo por la tarde en el jardín de alguien. Nuestras esposas y nuestras hijas miraban desde el borde del césped, donde había sillas, mesas y bebidas. El incidente decisivo fue una larga carrera, y cuando se marcó el tanto una rubia alta llamada Helene Farmer se puso de pie y organizó a las mujeres en un coro que vivó:
–Ra, ra, ra –gritaron–. Porpozec ciebie nieprosze dorzanin albo zyolpocz ciwego. Ra, ra, ra.
Nada de todo esto me pareció desconcertante. En cierto sentido, era algo que había deseado. ¿Acaso el anhelo de descubrir no es la fuerza indomable del hombre? La repetición de esta frase me excitaba tanto como un descubrimiento. El hecho de que yo hubiera sido miembro del equipo ganador determinaba que me sintiera feliz, y bajé alegremente a desayunar, pero nuestra cocina lamentablemente es parte del país de los sueños. Con sus paredes rosadas lavables, sus frías luces, el televisor empotrado (donde se rezaban las oraciones) y las plantas artificiales en sus macetas, me indujo a recordar con nostalgia mi sueño, y cuando mi esposa me pasó el punzón y la Tableta Mágica en la cual escribimos la orden de desayuno, escribí: Porpozec ciebie nieprosze dorzanin albo zyolpocz ciwego. Ella se rió y me preguntó qué quería decir. Cuando repetí la frase –en efecto, parecía que era lo único que deseaba decir– se echó a llorar, y por la tristeza que expresaba en sus lágrimas comprendí que era mejor que yo descansara un poco. El doctor Howland vino a darme un sedante, y esa tarde viajé en avión a Florida.

Ahora es tarde. Me bebo un vaso de leche y me tomo un somnífero. Sueño que veo a una bonita mujer arrodillada en un trigal. Tiene abundantes cabellos castaños claros y la falda de su vestido es amplia. Su atuendo parece anticuado –quizá anterior a mi época y me asombra conocer a una extraña vestida con prendas que podía haber usado mi abuela, y también que me inspire sentimientos tan tiernos. Y sin embargo, parece real... más real que el camino Tamiami, seis kilómetros hacia el este, con sus puestos de Smorgorama y Giganticburger, más real que las calles laterales de Sarasota No le pregunto quién es. Sé lo que dirá. Pero entonces ella sonríe y empieza a hablar antes de que yo pueda alejarme. "Porpozec ciebie... ", empieza a decir. Entonces, me despierto desesperado, o me despierta el sonido de la lluvia sobre las palmeras. Pienso en un campesino que, al oír el ruido de la lluvia, estirará sus huesos derrengados y sonreirá, pensando que la lluvia empapa sus lechugas y sus repollos, su heno y su avena, sus zanahorias y su maíz. Pienso en un fontanero que, despertado por la lluvia, sonríe ante una visión del mundo en el cual todos los desagües están milagrosamente limpios y desatascados. Desagües en ángulo recto, desagües curvos, desagües torcidos por las raíces y herrumbrosos, todos gorgotean y descargan sus aguas en el mar. Pienso que la lluvia despertará a una vieja dama, que se preguntará si dejó en el jardín su ejemplar de Dombey and Son. ¿Su chal? ¿Cubrió las sillas? Y sé que el sonido de la lluvia despertará a algunos amantes y que su sonido parecerá parte de esa fuerza que arrojó a uno en brazos del otro. Después, me siento en la cama y exclamo en voz alta, para mí mismo:
–¡Calor! ¡Amor! ¡Virtud! ¡Compasión! ¡Esplendor! ¡Bondad! ¡Sabiduría! ¡Belleza! –Se diría que las palabras tienen los colores de la tierra, y mientras las recito siento que mi esperanza crece, hasta que al fin me siento satisfecho y en paz con la noche.


The New Yorker, 29 de septiembre de 1962.