jueves, 10 de mayo de 2012

El Observador


Me había acostumbrado a su letra imperfecta, con las íes inclinadas hacia el este, las oes sin cerrar del todo y las jotas y las pes truncadas por abajo que nunca terminaba, como si no tuviera tiempo de hacerlas descender.
Sus palabras, con morfemas increíbles, devastan los lexemas que me retan continuamente en cada oración, y yo las retengo en mi vista durante minutos para que nunca se olviden, porque imitan a la perfección las formas redondas de su cuerpo, las curvas de su amplia cadera de mujer ya terminada y dispuesta a todo, mientras sus senos elevados se abren paso en cada frase que levanta mi apagado ánimo. Nada le sobra a su cuerpo ni le falta a su letra, existe una proporción exacta entre ambos que yo imagino cuando leo sus postales. Bosquejo su voz que ya nunca escucharé. Pero da igual, ¿qué es una voz sin un menaje, sin una historia que contar? Sin una caricia.
Llovizna. Dentro de una hora, cuando anochezca, la agüilla cuajará en amargos copos que cubrirán el alfeizar. Esta tarde he sacado del buzón su última postal. He releído mil veces todas las demás –una por semana desde hace casi un año, y siempre de la misma ciudad que ya conozco mejor que Madrid–. Creo que es la que más me gusta. Es una imagen de la ciudad de Sofía cubierta por la nieve. Al fondo se ve la Catedral de Alexander Nevski, baluarte de una ciudad con mil culturas, como ella, mujer de mil estampas. Será por eso que me gusta tanto, y porque es la última postal que recibo: la despedida. Ya no enviará más. Por eso mismo no pienso leerla. La dejaré sobre el escritorio, apoyada en el flexo, delante de las otras, para contemplarla hasta que me canse y decida darle la vuelta. A lo mejor la lea en algún momento. Tengo toda la vida por delante, el tiempo necesario para aplazar el desenlace final en que me explica por qué me abandona. Y quiero maginar que esta tarde, a las seis y media, volveré a verla entrando en su portal.
Primero: buscará por el fondo de su bolso hasta encontrar las llaves.
Segundo: abrirá la puerta empujándola con la rodilla.
Tercero: en ese momento sonará su teléfono móvil, se quedará bajo el vano de la puerta sin saber qué hacer, si entrar al portal o quedarse en la calle rebuscando en el bolso, poniéndose nerviosa, quizá diciendo algún improperio en contra del tamaño excesivo de ese bolso barato que cuelga de su hombro.
Cuarto: encontrará el móvil y una sonrisa aparecerá en su cara al ver el número en la pantallita. Lamentablemente esa llamada nunca es la mía. Escucha y cuelga después. Entra en el portal y desaparece de mi vista.
Quinto: media hora después, a las siete en punto, llegará en un taxi el hombre que presuntamente la ha llamado. Éste, con su chaqueta impoluta, pulsará el telefonillo, se abrirá la puerta y entrará como un furtivo.
Sexto: a las 8:50 de la noche llega el mismo taxi de siempre. Aparca frene al portal y apaga el motor.
Séptimo: a las 9 en punto, ni un minuto antes ni un minuto después, sale el hombre de la chaqueta impoluta del portal y entra corriendo en el taxi que lo espera.
Llegué a pensar que el taxista estaría contratado de forma permanente. Hay ciertos hombres de negocios que no conducen o no quieren llevar chófer por eso de la discreción. Es un hombre que le dobla la edad a Ivanka y del que nunca he sentido celos; y estoy seguro de que esa amistad la beneficiaba.
Me hacía sentir tranquilo que alguien la cuidara. Los amantes mayores suelen ser protectores, sobre todo si ellas son más jóvenes y no son las propias. En ellos, debe de haber una especie de responsabilidad celosa, huraña, mezclada con un deseo atroz insatisfecho y culpable que los obliga a colmarlas de caprichos o a solventar sus necesidades. Conocer este hecho, neutralizaba cualquier sentimiento celoso que pudieran producir en mí aquellos encuentros diarios de mi joven vecina con ese caballero de identidad desconocida.
Reconozco que juego con ventaja. A las cinco y veinte ya estoy en casa, me preparo un té y me siento en el escritorio que he colocado bajo la ventana que da a la calle y a su edificio. Y hora tras hora voy metiendo en el carril de mi vieja Olivetti las hojas en blanco que colmo de palabras, que a veces no dicen nada, y otras hablan de ella y de mí, también de nosotros, del cariño que la tengo, de nuestro matrimonio hecho trizas y de nuestro futuro inalcanzable.
Nunca me atreví a bajar a la calle y cogerla del brazo para decirle que vivo enfrente de su edificio, que la espío, y que sé de sus líos a los que tiene todo el derecho, por supuesto; que trabajo delante de una máquina de escribir desde que llego de un empleo que me asegura el pago del alquiler y que podría suponer un futuro mejor. En eso he prosperado, le diría. Pero no digo nada. Ni hago nada que no sea levantar la mirada de las teclas de mi máquina para mirar por la ventana.
He rellenado cientos de hojas con el día en que a nuestra hija le atropelló un coche y tuvimos que llevarla al hospital. Mi niña me apretaba la mano llena de terror tumbada sobre la cama. Yo le limpiaba las lágrimas con mi sucio pañuelo y la consolaba sabiendo que no iba a sobrevivir. Nuestra hija moría en mis brazos. He reescrito ese final mil veces, y reconozco que es una historia triste que nadie se merece, pero un escritor no pude sentir lástima de lo que escribe, ni sentir debilidad, ni pervertir sus historias para hacerlas menos dañinas y rencorosas.
Veo en su última postal una ciudad nevada que no conozco. Me imagino a Ivanka hundiendo los pies en la nieve, cogida de mi mano para llevarme corriendo hacia el interior de la Catedral como si fuéramos dos turistas. Pero en cambio, me hallo sentado ante una hoja en blanco, sin saber por dónde empezar a contar una nueva historia, con todos estos pensamientos sobre una mujer tan hermosa.

El principio de nuestro final comenzó porque Ivana llevaba una semana sin aparecer. Me ponía nervioso esperar día tras día que dieran las seis y media de la tarde. Me encontraba intranquilo. Perdía la concentración continuamente pensando en ella. ¿Estaría enferma? ¿Había salido de viaje?
La última vez que la vi salía de su portal con el abrigo anudado a la cintura y un pequeño bolsito de mano. Ningún otro bulto que delatase una usencia prolongada. ¿Habría sido asesinada por su protector? ¿Estaría su cadáver sin descubrir? El hombre tampoco había aparecido en toda la semana, a las siete en punto, y eso es lo que más me alarmaba. Él tenía que saber dónde podría encontrarse Ivanka, quizás se hubieran fugado juntos. Yo tenía anotada la matricula del taxi y no me costaría reconocer al mismo chofer de todos los días; tampoco a él, que vestía elegante y ya le faltaba pelo, y el que poblaba su cabeza era ya blanco azulado por las sienes. Un hombre distinguido, sin duda. Un caballero adinerado.
Yo estaba decidido a esperar un par de días más para denunciar la desaparición de Ivanka a la policía. Pero pensar que podría estar en apuros en su propio apartamento, a tan sólo veinte metros de mi estudio, mientras yo hundía lentamente mis dedos en las teclas de la Olivetti imaginando historias sobre ella, me desconcentraba continuamente. ¿Y si todo lo que estaba escribiendo se volvía en mi contra y se hacía realidad? ¿Y si mi pobre Ivanka había sido víctima de ese viejo sádico y se estaba desangrando poco a poco sobre la alfombra de su habitación, desnuda y con las manos atadas a la espalda a la espera de que yo escribiese otro guión para ella o diese un giro inesperado a su final?
Me parecía ver sus ojos verdes, estremecidos y llenos de lágrimas, suplicándome que rompiera las páginas que la condenan a muerte.
Era imposible todo aquello. Imposible que mi escritura diera un salto de la ficción a los hechos. Pero aún así no estaba tranquilo y necesitaba verla de nuevo subiendo por la acera, pararse a rebuscar en su gran bolso de mercadillo las llaves de su casa. Por lo que decidí acercarme a su portal y echar un vistazo a ver si encontraba algún indicio que desvelase su ausencia.
Me puse mi gabardina vieja, unas gafas de sol y cerré mi puerta. Crucé la calle. Su portal estaba abierto. Buena oportunidad de no llamar a la atención. Un año observando desde mi ventana discretamente para que en un momento me tropezara con Ivanka. Eché un vistazo rápidamente por los casilleros hasta que vi en un buzón una pegatina blanca con su nombre y apellido: Dvoretzka, escrita a mano, con esa letra tan familiar para mí con la i tumbada hacia el este y la o sin cerrar. No me costó forzar la puertecita. Comprobé que no había correspondencia, solo propaganda de comida rápida y de algunas tiendas del barrio.
Tomé el ascensor hasta la segunda planta.
Me paré frente a la letra D y puse el oído sobre la puerta. Parecía que nadie estaba dentro. Olfateé con placer un excitante perfume, como un perro que olisquea el celo de una desconocida. Pensé en una cara fragancia, quizá demasiado dulzona. Seguramente él se la costeaba, como costearía el alquiler de ese piso en un viejo inmueble del barrio de Malasaña; el barrio en el que vivo desde hace tres años, un barrio de gente variopinta que me inspira las historias más rocambolescas.
Me di la vuelta y tomé el ascensor de bajada. Saliendo de él, entraba una vecina en el rellano que reconocí rápidamente. Una anciana del tercer piso que vive sola –si exceptuamos al gato que suele dormitar sobre el alfeizar de su salón–, justo en el apartamento de encima de Ivanka. La saludé con amabilidad. La mujer me correspondió cariñosamente, casi con felicidad por ver una cara humana, y se paró a descansar. Aproveché a preguntarla si sabía de su vecina del piso de abajo: una amiga que había venido a visitar por segunda vez en esta semana y por la que estaba preocupado. Se tomó su tiempo en contestarme y recobrar el aliento. Respiraba con dificultad y temí por ella. Pero enseguida se recompuso y me dijo que no me alarmara, la señorita Ivanka había partido hacia su país. La joven, por cierto, me dijo achicando los ojos, tan hermosa, estaba de paso en Madrid y había finalizado sus estudios en la Universidad Complutense. Me aseguró la anciana que lo sabía con toda certeza porque antes de irse Ivanka a su país le había subido una caja llena de recuerdos que no podía llevarse con ella. La joven siembre había sido amable y cariñosa, y la pobrecita tenía a toda su familia en Bulgaria y se encontraba muy sola en Madrid.
La interrogué varias veces rogándole que hiciese memoria. Era improbable que mi amiga estuviera en la Universidad. Si siempre pensé en turbias actividades. Pero la anciana se mostró cada vez más segura de su relato, con una memoria a prueba de cualquier pregunta, dándome hasta detalles de su última conversación con Ivanka: al parecer había finalizado su trabajo fin de Máster y con ello su etapa en España, y además, se iba a casar en cuanto llegara a Bulgaria con un novio que había dejado en Sofía. El muchacho estaba intranquilo y la reclamaba continuamente. Parecía ser que la parejita de búlgaros estaba muy enamorada, y comprometidos desde jovencitos. En cuanto Ivanka regresara a Bulgaria comenzarían los preparativos de la boda.
Me vino a la cabeza el móvil preferido de los amantes para el asesinato, los celos nos llevan por caminos tortuosos de recorrer. Pero también era posible que Ivanka inventara esa historia fantaseando una vida en la que yo ya no tuviera nada que escribir. Finalmente, la anciana se lamentó de que la joven, con las prisas, no la dejara dirección alguna donde mandarle la correspondencia o escribirla alguna vez.
Regresé a casa desconcertado y deseando conocer el contenido de la caja que supuestamente Ivanka le había entregado a su anciana vecina, y en las palabras que ésta había utilizado: «Recuerdos que no podía llevarse con ella». Tuve una sensación terrible de ansiedad por saber qué recuerdos eran esos. Veía las fotos de nuestra historia tiradas en esa caja junto a las que se hiciera con su protector; todas revueltas y mezcladas sin orden alguno, con nuestros momentos románticos y sensibles confundiéndose con las imágenes de sexo abominable que practicaba con él.
Y no entendía cómo una mente analítica como la mía no había caído en interrogar en profundidad a la anciana: si había abierto la caja de recuerdos que debían quedarse en Madrid; si ya me conocía y había fingido para contarme todo aquello y ponerme al corriente de su verdad; o si era su “celestina” deseando alejarme de Ivanka sin ahorrarme sufrimiento alguno.
Todas las posibles probabilidades me atormentaban e intentaba encontrar la más adecuada.
Que Ivanka hubiera decidido volver a Bulgaria me entristecía. Es por ello que ya no veía al taxista silencioso llegar por las tardes, ni a su protector salir del taxi con la preocupación de ser visto. Pensé en localizar a ese desconocido para que aclarara mis dudas y me confirmara si de verdad Ivanka se había largado con su búlgaro. En caso afirmativo, intentaría convencerle para que intercediera por mí y la hiciese regresar; él es atractivo, y es posible que ella todavía siga enamorada de ese hombre mayor que la colma de regalos. Estoy seguro de que ni a él ni a mí nos importa su matrimonio con ese novio búlgaro que estará loco por ella y que la ofrecerá sin duda un futuro mejor que el que yo pueda jamás inventar para ella, ni de las vidas que la he creado y que nunca leerá. Mejor así, porque se ahorrará el sufrimiento de presenciar la muerte de su hija en un terrible accidente de tráfico, y de los finales espantosos que he escrito para ella.
También se librará de ser la amante secreta de un hombre casado que nunca dejará a su familia, y que es muy posible que acabara asesinándola.
Ivanka me ha inspirado muchos cuentos, pero siempre tristes, aunque su rostro es el de una chica alegre con una sonrisa dispuesta a ser disparada en cualquier momento, como una bala acostumbrada a impactar siempre en el blanco de todos los hombres que han pasado por su vida.
Pero ahora solo tengo ojos para la última postal de Sofía con la tristeza de su partida. Es curioso cómo uno se acostumbra a las rutinas diarias que dan vida a nuestros hábitos. Cuando estos faltan parece que algo se nos muere en lo más profundo. Esa ausencia me ha dejado en un estado de atonía indiferente, y necesito sustituir esa rutina que se ha ido por otras similares que rellenen lo antes posible este vacío. Intentaré escribir una novela que cambie el curso de otra novela que recoja lo que he escrito sobre nosotros y sobre Ivanka. Porque ahora sé que no volverá a entrar en ninguno de mis cuentos, bien porque ha partido hacia Bulgaria o porque ha sido asesinada por su amante, como he escrito. El motivo es lo de menos, lo que importa es que no está y lo nuestro ha terminado.
 Pensar ahora en cambiarme de apartamento no servirá de nada. Tampoco servirá seguir escribiendo las postales de Sofía, que cada vez me cuestan más de encontrar por las viejas tiendas del Rastro. Ni existe ya el motivo de echarlas al correo cada semana, con la dirección de mi estudio, simulando su letra eslava, su carácter de mil culturas para hacerme pasar por ella y lo que me podría escribir si hubiéramos vivido lo que he narrado para ella.
Si supiera en qué lugar vive de esa ciudad a los pies del Monte Vitosha se las enviaría como regalo de boda. Pero mi vida de escritor continúa en una espera tranquila con la esperanza de que se instale en su piso otra mujer como ella sobre la que fantasear y llenar las hojas en blanco que guardo en un cajón a la espera de ser escritas con las vidas que me invento, y cambiar las postales Sofía por las de otra ciudad del mundo que nunca visitaré.

El Observador está publicado en la antología:  El hilo de Sofía. 18 escritores españoles en clave de  cuento. Madrid, 2011. ISBN: 978-84-15449-07-2.

Ilustración: Gustave Caillebotte, Hombre joven en la ventana.