domingo, 27 de febrero de 2011

Polvo de mis sueños



Antonio está al otro lado de la mesa. Por encima, un mantel blanco la cubre como un velo. Estamos sentados uno frente al otro. No hay nadie más en la habitación. Afuera no hay nada. Quizá si me levanto y abro la puerta puede que todo haya terminado.
Antonio tiene los ojos cerrados. No sé por qué, pero saco las manos de debajo de la mesa. Él me las toma y las aprieta muy fuerte; se me hinchan y enrojecen, prisioneras. Con la presión de sus manos se me caen las uñas, una por una. Parecen de plástico. Mis uñas rojas y perfectas se balancean sobre el blanco mantel.
La angustia me hace llorar, pero no hay nada que me produzca dolor. Las lágrimas me recorren el rostro deslizándose hasta caer sobre la mesa, en la que siguen mis uñas moviéndose de un lado para otro, como el péndulo de un reloj que nunca ha estado en hora.
Cierro los ojos e intento gritar.
Antonio sigue sujetándome las manos.
El único sonido que escucho es el sordo goteo de mis lágrimas cuando alcanzan el mantel.
No quiero mirar mis dedos. Siento una angustia infinita.
Antonio sigue con los ojos cerrados, sin decir nada porque no tiene boca.
Intento soltarme, forcejeo, me resisto, pero sus manos me retienen con fuerza y al mirarlas están blancas, blancas y frías, muy frías.
Antonio se está muriendo. Pronto será una brutal recuerdo. Sólo la mesa me separa de él y quiero huir de allí y de su lado.
La puerta de la habitación se abre.
Él me suelta.
Salgo corriendo.
Miro hacia atrás y Antonio se deshace en el polvo de mis sueños.
Polvo sobre la silla, polvo en la habitación, polvo que viene hacia mí.
Alcanzo la puerta.
Pongo un pie al otro lado y caigo en el eterno vacío que siempre ha estado ahí, entre Antonio y yo.