viernes, 14 de diciembre de 2012

Cena de Navidad


Por eso del espíritu navideño he escrito un cuento de Navidad para mis lectores que tan pacientemente han leído mi blog durante este año 2012, animada a seguir en 2013. 

CENA DE NAVIDAD

En la cena de Navidad tres adultos y dos adolescentes están sentados alrededor de la mesa. En el centro hay un arreglo floral de mal gusto. Los crisantemos de plástico no son flores apropiadas para una celebración y menos para una cena de Navidad. Los hay blancos y amarillos. Observa somnolienta que el mantel dorado es de papel, como las servilletas, decoradas con pequeñas guirnaldas rojas. Quizá un poco recias y acartonadas por el tinte. Soportan mal el recubrimiento. Ésta es la observación de Jennifer cuando se lleva la rígida servilleta a los labios para limpiarse una gota de ese vino excelente que ella misma ha llevado. ¡Su vino! Piensa que es lo único bueno de esa cena. Además, es el regalo de su jefe como aguinaldo; una caja con cuatro botellas de vino de Borgoña porque a ella le gusta el vino francés.  

Y su jefe lo sabe. Él mismo lleva el Beaujolais nouveau al apartamento de Jennifer los lunes y los jueves en una bolsa de grandes almacenes, junto a una lata de foie, galletitas saladas, y de vez en cuando otra de caviar beluga. Sobre las once de la noche se despiden y el jefe se larga a su casa. Le espera su esposa, y sus dos hijos que no acaban de salir de la adolescencia, o eso es lo que él repite constantemente como un disco rayado. Jennifer es una chica que no se amedrenta ante los hombres casados, y le da igual que tengan hijos adolescentes, recién nacidos o treintones en las filas del paro. Porque Jennifer tiene dos novios más jóvenes que su jefe. Con Jonathan va al cine los viernes, a pequeñas salas de cine de autor de las que suele salir aburrida; y con Óscar los sábados espera largas colas en la calle para ver películas de acción. De esta manera cree dividir su tiempo libre de una forma equilibrada y justa, y eso le encanta. Desea estar así mucho tiempo.
Lo que no le encantó es que la esposa de su jefe llamara a la oficina una semana antes de Navidad. Ella misma cogió el teléfono, con el esmalte de uñas todavía tierno.
–Buenos días, señora Aguado –respondió, soplándose los dedos de la mano izquierda mientras con la otra sujetaba el auricular–. Su esposo está en de viaje, ¿puedo ayudarla en algo?
–Ya lo sé, Jennifer. No quiero hablar con él sino contigo. Hoy me he levantado un poco mejor, y decidida a hacer el bien. ¡Estamos en Navidad!
–Usted dirá –respondió Jennifer abriendo su bolso. No solía ponerse nerviosa cuando llamaba la mujer del jefe. Abrió el paquete de tabaco y se encendió un cigarro sujetando el auricular en el hombro. Estiró el brazo y abrió la ventana de la pequeña habitación.
–En fin, no sé cómo empezar –escuchó tras el teléfono–. La quimioterapia me está matando. No voy a durar mucho, querida. Pero creo que tú, sí. ¿Tienes suficiente espíritu navideño?, Jennifer.
–Sí, sí, claro. Creo que sí, señora Aguado –dijo Jennifer aspirando el humo del cigarro. La oficinilla olía a quitaesmalte y a tabaco dulzón.
–El espíritu navideño es fundamental para un buen cristiano. Yo soy una buena cristiana. En casa intentamos ser buenos cristianos.
–Bien, bien, me alegro. Yo… en eso… –titubeó la joven.
–Y como buena cristiana, quiero morir haciendo el bien a mi familia. Y hay cosas que he de solucionar antes de morir. Porque me voy a morir, ¿entiendes? Tengo dos adolescentes en casa y van a quedarse sin madre, y un esposo del que no he de decirte muchas cosas… ¿Entiendes?
–Yo…, señora Aguado…. –a Jennifer se le atragantaba el humo.
–No llamo para sermonearte. Quiero que me prometas algo verdaderamente importante. ¿Me lo vas a prometer? ¿Me lo prometes? ¿Lo prometes por tu vida, a una moribunda?
–Lo que esté en mi mano, señora Aguado. Se lo prometo. Dígame…
–Lo sé todo, querida. TODO. Y también sé que vas a saber cuidar de mis dos niños y de Juan. Sí, Juan, mi Juan, tu amante de los lunes y los jueves. Pero no te guardo rencor, no creas Y para que lo sientas así te invito a cenar en Navidad. Va a ser mi mejor acción. Tengo pensado una presentación formal, ya verás, son encantadores…, e iremos preparando todo para mi relevo. Va a ser una gran sorpresa. Estoy tan emocionada…
–Mire…yo… ¿No es una broma?
–¿Me lo prometes? ¿Me prometes que los vas a cuidar? Venga, Jenny, van a ser mis últimas navidades. Por el amor de Dios…
–Tengo sólo veintisiete años. Yo no sabría cuidar… de nadie.
–No te apures, Jennifer, ya lo sé. Yo me casé con veinticinco, y a tu edad ya tenía a mis dos niños. Lo harás genial, estoy segura. No seas tímida. A Juan le encantará. Ya verás. ¿Cómo no  le va a gustar tenerte como madre de sus hijos, si le encanta acostarse contigo? Además, la empresa va fatal y te necesita. No puedo morirme dejándolo solo, con la ruina que tiene encima; y los niños en esta edad tan complicada… ¡Tienes que hacerte cargo!
–¿Esto es una broma? Yo no estoy enamorada de Juan. Ha sido algo… que ha sucedido sin querer… Yo…
–Querida, ya es hora de que te responsabilices de tus actos y vengas a cenar a casa. Y acuérdate de traer el vino. He ido esta mañana al banco a cobrar un cheque y no había fondos, seguro que tienes en casa botellitas de esas de mi marido. El foie lo pongo yo, todavía me queda algo de dignidad.
–¿Todo esto va en serio? Si nunca he cuidado de nadie. ¡Juan tiene más de cincuenta años! Soy muy joven para… No puedo, señora Aguado. Esto es un disparate.
–Mira, Jenny, te quedas con mi coche y con mi casa; hipotecada, pero en una buena zona. ¡Y dos hijos y un marido! ¿Qué más puede pedir una chica de barrio de veintisiete años?
–No amo a Juan. Nunca he querido tener hijos –contestó Jennifer encendiendo otro cigarrillo. Le templaban las manos–. No está en mis planes…
–Si no cumples con tu obligación nunca madurarás, Jenny. Si abandonas a mi familia llevarás sobre tus espaldas la Cruz de Cristo. Y sus espinas se te meterán en los ojos y morirás ciega. Eres cruel, Jennifer. No tienes ningún espíritu de Navidad. De la Sagrada Navidad. ¡Arrivederci!, Jenny.  No nos falles.
La esposa del jefe colgó y éste no llamó en todo el día. Jennifer no pudo dormir esa noche. Se levantó varias veces obsesionada con la idea de vivir con ese hombre y sus dos adolescentes. Seguro que con granos en la cara y auriculares en las orejas con la música a tope. Juan estaba gordo y llevaba tirantes. Y no era un gran amante. Pensó con tristeza en la juventud de los dos muchachos con los que frecuentaba los cines de la ciudad. Por la mañana en la oficina trabajó muy desanimada. No dijo nada a su jefe sobre la llamada telefónica. Ni le recibió en su apartamento al siguiente lunes. El jueves era Navidad y debía hacer compras y arreglarse un vestido para las fiestas.

En la cena Jennifer piensa que no ha comprado regalos para nadie. Y recorre con la vista los crisantemos de plástico cuando escucha a uno de los adolescentes llamarla mami.
–¿Me pasas las huevas de lumpo, Jenny? –dice el otro hermano– Creo que papi no ha podido comprar este año otras mejores.
En el tocadiscos suena la Pasión según San Mateo desde hace tres horas. Jennifer odia la música sacra, y le recuerda una deprimente película de un director ruso de la que salió terriblemente deprimida, y acabó discutiendo con Jonathan. Está mareada y tiene los ojos irritados. Y a punto de llorar. Ha tomado más de cinco copas de vino francés entre el marisco congelado y el pavo correoso. Alguien sirve copas de Cava para todos.
–¡Brindemos por Jennifer! –grita la familia al completo, poniéndose de pie.
–¡Y por papá!– Añaden los dos adolescentes a una sola voz.
–¡Te queremos, Jenny! –interviene la voz gritona de la mujer del jefe, dirigiéndose a su marido y a la joven que parece estar ebria y a punto de desplomarse de la silla, y añade:
–No hace falta que esperéis a que me muera.
Los cuatro levantan las copas para brindar por la nueva pareja y desear a Jennifer una Feliz Navidad.
  
Madrid, 14 de diciembre de 2012

lunes, 3 de diciembre de 2012

Reunión, por John Cheever



He aquí uno de los cuentos que más me gustan de John Cheever. Un relato de apenas cuatro páginas que subyuga por lo que omite (como suele ocurrir con los mejores), por lo que no dice, por su tono y ese aire de irremediabilidad ante la catástrofe. Reunión, una genialidad entre otras de mi querido Cheever, que por cierto, Richard Ford escribió en referencia a éste otro homónimo y desarrollado en el mismo lugar, en Central Station de Nueva York. Salvo que los reunidos no son padre e hijo, sino una pareja. Intentaré localizarlo. 

REUNIÓN

La última vez que vi a mi padre fue en Grand Central Station. Yo venía de estar con mi abuela en los Adirondacks y me dirigía a una casita de campo que mi madre había alquilado en The Cape; escribí a mi padre diciéndole que pasaría hora y media en Nueva York debido al cambio de trenes, y preguntándole si podíamos comer juntos. Su secretaria me contestó que se reuniría conmigo en el quiosco de información a mediodía, y cuando aún estaban dando las doce le vi venir a través de la multitud. Era un extraño para mí -mi madre se había divorciado tres años antes y yo no lo había visto desde entonces-, pero tan pronto como lo tuve delante sentí que era mi padre, mi carne y mi sangre, mi futuro y mi fatalidad. Comprendí que cuando fuera mayor me parecería a él: que tendría que hacer mis planes contando con sus limitaciones. Era un hombre corpulento, bien parecido y me sentí feliz de volver a verlo. Me dio una fuerte palmada en la espalda y me estrechó la mano.
-Hola, Charlie -dijo-. Hola, muchacho. Me gustaría que vinieras a mi club, pero está por las calles sesenta, y si tienes que coger un tren en seguida, será mejor que comamos algo por aquí cerca.
Me rodeó con el brazo y aspiré su aroma con la fruición con que mi madre huele una rosa. Era una agradable mezcla de whisky, loción para después del afeitado, betún, traje de lana y el característico olor de un varón de edad madura. Deseé que alguien nos viera juntos. Me hubiera gustado que nos hicieran una fotografía. Quería tener algún testimonio de que habíamos estado juntos.
Salimos de la estación y nos dirigimos hacia un restaurante por una calle secundaria. Todavía era pronto y el local estaba vacío. El barman discutía con un botones, y había un camarero muy viejo con una chaqueta roja junto a la puerta de la cocina. Nos sentamos, y mi padre le llamó con voz potente:
-¡Kellner! -gritó-. ¡Garçon! ¡Camarieri! ¡Oiga usted!
Todo aquel alboroto parecía fuera de lugar en el restaurante vacío.
-¿Será posible que no nos atienda nadie aquí? -gritó-. Tenemos prisa.
Luego dio unas palmadas. Esto último atrajo la atención del camarero, que se dirigió hacia nuestra mesa arrastrando los pies.
-¿Esas palmadas eran para llamarme a mí? -preguntó.
-Cálmese, cálmese, sommelier -dijo mi padre-. Si no es pedirle demasiado, si no es algo que está por encima y más allá de la llamada del deber, nos gustaría tomar dos gibsons con ginebra Beefeater.
-No me gusta que nadie me llame dando palmadas -dijo el camarero.
-Tendría que haber traído el silbato -dijo mi padre-. Tengo un silbato que sólo oyen los camareros viejos. Ahora saque el bloc y el lápiz y procure enterarse bien: dos gibsons con ginebra Beefeater. Repita conmigo: dos gibsons con ginebra Beefeater.
-Creo que será mejor que se vayan a otro sitio -dijo el camarero sin perder la compostura.
-Esa es una de las más brillantes sugerencias que he oído nunca -dijo mi padre-. Vámonos de aquí, Charlie.
Seguí a mi padre y entramos en otro restaurante. Esta vez no armó tanto alboroto. Nos trajeron las bebidas, y empezó a someterme a un verdadero interrogatorio sobre la temporada de béisbol. Al cabo de un rato golpeó el borde de la copa vacía con el cuchillo y empezó a gritar otra vez:
-¡Garçon! ¡Cameriere! ¡Kellner! ¡Oiga usted! ¿Le molestaría mucho traernos otros dos de lo mismo?
-¿Cuántos años tiene el muchacho? -preguntó el camarero.
-Eso -dijo mi padre- no es en absoluto de su incumbencia.
-Lo siento, señor -dijo el camarero-, pero no le serviré más bebidas alcohólicas al muchacho.
-De acuerdo, yo también tengo algo que comunicarle -dijo mi padre-. Algo verdaderamente interesante. Sucede que éste no es el único restaurante de Nueva York. Acaban de abrir otro en la esquina. Vámonos, Charlie.
Pagó la cuenta, y nos trasladamos de aquél a otro restaurante. Los camareros vestían americanas de color rosa, semejantes a chaquetas de caza, y las paredes estaban adornadas con arneses de caballos. Nos sentamos y mi padre empezó a gritar de nuevo:
-¡Que venga el encargado de la jauría! ¿Qué tal los zorros este año? Quisiéramos una última copa antes de empezar a cabalgar. Para ser más exactos, dos Bibson Geefeaters.
-¿Dos Bibson Geefeaters? -preguntó el camarero, sonriendo.
-Sabe demasiado bien lo que quiero -dijo mi padre muy enojado-. Quiero dos Beefeater gjbsons y los quiero deprisa. Las cosas han cambiado en la vieja y alegre Inglaterra. Por lo menos eso es lo que dice mi amigo el duque. Veamos qué tal es la producción inglesa en lo que a cócteles se refiere.
-Esto no es Inglaterra -dijo el camarero.
-No discuta conmigo -dijo mi padre-. Limítese a hacer lo que se le dice.
-Creí que quizá le gustaría saber en dónde se encuentra -dijo el camarero.
-Si hay algo que no soporto -dijo mi padre- es un criado impertinente. Vámonos, Charlie.
El cuarto establecimiento en el que entramos era italiano.
-Buon giorno -dijo mi padre-. Per favore, possiamo avere due cocktail americani, forti, forti. Molto gin, poco vermut.
-No entiendo el italiano -dijo el camarero.
-No me venga con esas -dijo mi padre-. Entiende usted el italiano y sabe perfectamente bien que lo entiende. Vogliamo due cocktail americani. Subito.
El camarero se alejó y habló con el encargado, que se acercó a nuestra mesa y dijo:
-Lo siento, señor, pero esta mesa está reservada.
-De acuerdo -dijo mi padre-. Dénos otra.
-Todas las mesas están reservadas -dijo el encargado.
-Ya entiendo -dijo mi padre-. No desean tenernos por clientes, ¿no es eso? Pues váyanse al infierno. Vada all´inferno. Será mejor que nos marchemos, Charlie.
-Tengo que coger el tren -dije.
-Lo siento mucho, hijito -dijo mi padre-. Lo siento muchísimo. -Me rodeó con el brazo estrechándome contra sí-. Te acompaño a la estación. Si hubiéramos tenido tiempo de ir a mi club...
-No tiene importancia, papá -dije yo.
-Voy a comprarte un periódico -dijo-. Voy a comprarte un periódico para que leas en el tren.
Se acercó a un quiosco y dijo:
-Mi buen amigo, ¿sería usted tan amable como para obsequiarme con uno de sus absurdos e insustanciales periódicos de la tarde? -El vendedor se volvió de espaldas y se puso a contemplar fijamente la portada de una revista-. ¿Es acaso pedir demasiado, señor mío? -dijo mi padre-, ¿es quizá demasiado difícil venderme uno de sus desagradables especímenes de periodismo sensacionalista?
-Tengo que irme, papá -dije-. Es tarde.
-Espera un momento, hijito -replicó-. Sólo un momento. Estoy esperando a que este sujeto me dé una contestación.
-Hasta la vista, papá -dije; bajé las escaleras, tomé el tren, y aquella fue la última vez que vi a mi padre.


  • Esta traducción pertenece a José Luis López Muñoz.

  • “Reunión”. JOHN CHEEVER, Cuentos completos, RBA libros, 2012. ISBN: 9788490063958.





lunes, 12 de noviembre de 2012

LAS FUENTES DE LA HISTORIA DEL ARTE EN LA ÉPOCA CONTEMPORÁNEA

Acaba de publicarse esta excepcional y extraordinaria obra, fundamental para entender e interpretar el arte contemporáneo. Un utilísimo y riguroso compendio de referencias comentadas, tanto estéticas, técnicas como literarias o documentales, cuya finalidad es la de ayudar a entender e interpretar las fuentes sobre las que se sustentan muchas de las manifestaciones artísticas contemporáneas. Son precisamente las fuentes de dónde emana el origen mismo de la obra de arte, de donde proviene la inspiración y los motivos formales que guían al artista en su aventura creativa. Hay que destacar, además, que el libro dedica un capítulo a las fuentes literarias o de invención, y otro, a las descripciones artísticas e iconográficas, señal inequívoca de cómo la literatura siempre ha actuado como elemento contextualizador de la obra y del artista. Pensemos, por ejemplo, en el papel fundamental que la novela, el teatro, la poesía o los libros de viajes, han jugado a lo largo de los tiempos en la génesis del "imaginario" del artista. Es por todo ello, por lo que debemos dar la enhorabuena a la doctora Laura Arias Serrano por este magnífico trabajo de investigación y compilación, realizado a lo largo de diez años de concienzudo esfuerzo, que se ha visto culminado tan brillantemente con este imprescindible volumen.
Podemos decir, por tanto, que están de enhorabuena los investigadores, estudiosos, coleccionistas y amantes del arte contemporáneo, pues encontrarán en Las fuentes de la historia del arte en la época contemporánea una valiosa guía, que viene a rellenar el vacío que existe en el mercado artístico editorial. Nos encontramos, sin duda, ante una de las mejores aportaciones al estudio de las fuentes de la historia del arte contemporáneo en lengua española.


Autora: Laura Arias Serrano
Editorial: Ediciones del Serbal
Colección: Cultura artística
Formato: 14 x 20 cm
Encuadernación: Rústica
Páginas: 760
Año: 2012
Edición: 1ª

miércoles, 31 de octubre de 2012

Destino


                                                                               
La calle se ha cerrado cuando llego a mi destino. Llamo a la puerta antes de lo que pensaba. Se abre lentamente chirriando por la herrumbre del tiempo, pero todavía en pie, resistiendo el envite de los años y los males de mi vida.
He aquí mi futuro que desde hace años me espera, sin rostro, con el cuerpo desmembrado.Y cuánto se parece a mí.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Hombres como gatos



  Creo que me he vuelto loco. Me ha dicho el psiquiatra que la serotonina es la causante de éstas sensaciones mías de ver el mundo escapar tras la cristalera de mi despacho. En un piso treinta y dos.

No entiendo cómo es posible que mi cerebro juegue así conmigo, al ratón y al gato. Pero lo trágico es que ahora me siento ratón, y al gato se le estiran los bigotes y me amenaza cada día con sus uñas afiladas y nerviosas, cuando a lo largo de toda mi carrera el felino he sido yo, y eran los ratones de mi empresa los que salían despavoridos por los pasillos, escondiéndose en sus agujeros, al verme salir por la puerta de mi despacho. Yo los olisqueaba con mis hocicos inquisidores y ellos corrían a sus cajitas y a sus monitores, sin pestañear y con el rabo entre las patas. Me acercaba a ellos estirándome la corbata y los puños de la camisa sin que ninguno se atreviese a levantar un ojo de los índices Dow Jones, Nikkei, Dax 30, o simplemente de nuestra bolsa ramplona del Ibex 35. ¡Qué tiempos aquellos! Apenas ahora tengo beneficios para unas migajas de queso que no dan ni para pagar los sueldos de tres de los mejores roedores que he podido mantener, tras despedir a todos los demás.
Odio la serotonina. Neurotransmisora repulsiva de mi cerebro. La ha cogido manía, con lo bien que he estado siempre. Por qué tiene que mandar una información errónea a la siguiente neurona para que todas conspiren en mi contra y se revuelvan haciéndome la vida, la vida imposible.

Y por su culpa, cada vez que miro hacia el vacío de la ventana, llegan a mi mente aquellos cuerpos cayendo desde las torres gemelas. No me puedo quitar de la cabeza la tragedia del once de septiembre. Once años ya. Hay que ver cómo pasa el tiempo. Será porque mi oficina está en una planta treinta y dos y la agorafobia coincide con el descenso de los niveles de serotonina. Será guarra. Desde que me he tropezado con ella, agazapaba en la crisis bursátil, me invaden ese tipo de pensamientos suicidas que acaban con uno. Lo sé. Y cómo no, ha que ser de género femenino; no serotonino, ni serontonio, ni serojuan, que suena a colega descolgado de todas las stock options que me ha quitado el consejo de administración por culpa, sin duda, de esos malditos roedores que me han llevado a la ruina con su mal ojo y su falta de previsión.

Menos mal que el extintor de detrás de la puerta de mi despacho me puede hacer el favor, en cualquier momento, de romper la cristalera y demostrarle al presidente de la compañía de que los gatos sabemos perder como hombres.


Madrid, once de septiembre de 2012

jueves, 23 de agosto de 2012

La ventana indiscreta por la que mira Edward Hopper


Gente al sol,  Edward Hopper (Nyack, 1882 - Nueva York, 1967)


Sí, he ido a ver a Hopper al Museo Thyssen Bornemisza del Paseo del Prado, ¡cómo no! Pero tras cocer al autor de una forma más deshilvanada, me he quedado absolutamente impactada por el conjunto, por los colores, por la luz, por sus casas vacías, por el paisaje terrestre, el más terrestre de todos los pintados por los pinces de un artista. Y cuando digo terrestre, me refiero al paisaje artificioso modelado por el hombre industrial del siglo XX. El más mecánico de los hombres de todas las épocas. Hopper es capaz de representar el corazón artificial que utiliza el hombre para transformar la naturaleza, y que lo enajena de toda naturalidad. Por eso me ha resultado Hopper tan impresionante, por su capacidad para narrar a través de sus pinturas el alma fría y desolada del hombre sin espíritu, sin conciencia, estático, como la figuras del cuadro “Gente al sol”; verdaderamente soberbio en cuanto a la luz como protagonista de la vida. La luz que parece abducir a las figuras que miran hacia ella, dejándolas vacías. Como si mirasen a través de una ventana indiscreta la nada que existe al otro lado del abismo. Solo el lector, con el libro en la mano, rompe el espectáculo pasivo de la escena. Ese hombre que lee es, a mi criterio, el punto de ruptura con la realidad.

HOPPER
Museo Thyssen Bornemisza. Madrid.
Del 12 de junio al 16 de septiembre de 2012

martes, 24 de julio de 2012

I Concurso Resonancias de Cuento 2013



La revista de arte y literatura Resonancias.org, acaba de publicar su primera convocatoria de cuento 2013 para conmemorar su XXIII aniversario en la red, todo un logro. 
Trece años divulgando la cultura hispanoamericana, con millones de lectores por todo el mundo. La cultura del español se hace fuerte y nuestro legado sociocultural está cada vez más presente, gracias a la inapreciable labor de plataformas divulgativas como Resonancias.org que ha sabido referenciarse en el mejor espacio literario de Internet.

El I Concurso de Cuento queda abierto hasta el 31 de septiembre. Para ver las bases, y envío de originales:

http://www.resonancias.org/bases-del-concurso

http://www.resonancias.org/envie-su-cuento

http://www.resonancias.org/home

lunes, 9 de julio de 2012

50 años sin William Faulkner

Reproduzco un artículo que escribí en el año 2009, publicado en la revista Resonancias y que titulé: Un Santuario para El Astillero, sobre una de las novelas más emblemáticas de Faulkner: Santuario, para el centenario del nacimiento de Juan Carlos Onetti, el escritor más faulkneriano de todos los escritores. En mi artículo pongo en contrapeso la magistral novela de Onetti, Astillero, y la impecable Santuario, de Faulkner.



Si ciento un años no son nada (1909), ciento trece (1897), se nos revela como un tiempo desaparecido, no encontrado, errante. Percibido más actual que nunca en la retina del lector que se acerque con sed de revelación a cualquiera de los dos escritores: Juan Carlos Onetti y William Faulkner . Sus novelas y sus cuentos siembran un camino de arena mojada y yuyos, y hacen de esas cicatrices que surcan nuestros días, una realidad tan solo vivida a medias, sin dejarnos impasibles al tedio y a la falsificación de la vida que no brota por ninguna parte. Que mañana tras mañana, entra en nuestros despertadores y cubren nuestros despertares de lodos y fangos, de las tierras turbias que saturan los escenarios de Santuario (W. Faulkner, 1931) y anegan los de El astillero (J.C. Onetti, 1961).
En El astillero, los barcos desguazados, la herrumbre, la humedad y el lodo sacuden las mañanas con un vapor de ensoñación a Larsen, que dirige una farsa que acabará con él. Con un ánimo atrapado en la derrota con el que Onetti construye su astillero: una ruina donde se descomponen las felicidades que alguna vez nos hicieron fuertes, desde un santuario legado, un santuario de fracaso en el que fabrica su ficción letra a letra, frase a frase, en plena intemperie, bajo la lluvia y los días sin amaneceres; y pare a sus personajes en la desolación, en la desesperanza, entre callejones de locura, pero… con un padre, un gran padre con nombre y apellido que edifica ese santuario en el que todo perece. Y Onetti, deslumbrado ante la obra de Faulkner: asombrado, hechizado, sin ánimos para seguir escribiendo, se zambulle entre esas aguas turbias, se sumerge en ellas y se nutre de sus limos. Donde las mujeres llevan camisas y zapatos de hombre «…con restos de infancia en los ojos, con arrugas recientes, con desgaste, y pintura, con risa estridente que no se ríe de nada, que sonaba, inevitable, como hipo, como tos, como estornudo»*, y los hombres se cubren con sombreros y aprietan el cigarrillo con los labios a medio caer « aplastados por el hambre y la desgracia, separados de la vida, sin ánimos para inventarse entusiasmos»*.
La ambigüedad es el mejor escondite de Onetti. Parece que lo que no se ve debiera ser mejor y más fascinante, que lo que día tras día, se nos presenta trillado y común. Y eso, precisamente, es lo que sitúa al escritor en una posición cómoda y segura, en una posición tumbada, en el refugio de una cama. En el fondo, la ambigüedad onettiana lo resguarda, le da un plus de tranquilidad, aunque ésta sea construida a base de desesperanza y de pereza.
Onetti le debe tanto e Faulkner… que a veces da la sensación de que esa semejanza es un guiño al lector, incitándole a encontrar en el laberinto de su obra, lo que esconde, lo que rescata de Faulkner, lo que atrapa del sureño norteamericano. Es como si Onetti hubiese escogido la obra de su admirado escritor y se hubiera propuesto añadir más desencanto y desolación, más condena e individualismo, y obtiene de ésta los elementos que le sirven para esa trasformación y para crear un universo paralelo, una ciudad inventada, personajes ridículos e historias de desencuentros. Todo eso lo vemos con claridad en El astillero. Si leemos Santuario, novela que debió caer en manos de Onetti con una primera edición en castellano en 1933, queda claro que calca ciertos retratos con una precisión indisimulada, y creo que hasta provocativa; sin citar la coincidencia en la voz y el tono, y en la estructura. Y aunque Onetti utilice una adjetivación claramente más oscura, trágica y desencantada, onírica, y a veces con un narrador testigo que nos cuenta desde afuera y nos da su opinión, crea la historia cómo si tomase parte de un sueño, como si no estuviese pasando en el territorio de la ficción, sino en una realidad fabricada en el inconsciente. Mientras que la objetividad aparente de Santuario, nos incita a pensar que ésta participa de la vida con mayor realismo.
Los dos hacen del ambiente y del paisaje el personaje clave.
Sin haberme propuesto un análisis exhaustivo, ni comparativo, ni académico, ni nada por el estilo, sacudo la cabeza al encontrar en El astillero a Angélica Inés con el vestido blanco de Narcisa –será por algo– y a la mujer de Gálvez con los mismos zapatos de hombre de Ruby. Las dos cocinan carne –quizás sea la misma carne–, que una asa y la otra fríe, para dar de comer a hombres que tienen similares inquietudes: unos son contrabandistas y los otros roban; en las mismas casas solitarias, con porches de tablones usados entre la maleza de una jungla desguazada, apartada y escondida; en un lugar abandonado, donde los personajes silencian las normas de la sociedad para subsistir al margen de ésta. Con el código de los desesperados, de las gentes que van por el borde de la vida haciendo equilibrios, y en escenarios paralelos: Santuario en un gran delta y El astillero en el borde de otro inmenso rio.
En las dos, el burdel y la prostitución abordan las historias, en un Larsen viejo y retirado del proxenetismo, y en Popeye que esconde en un burdel a una jovencita que ha perdido toda inocencia. En Santuario, Ruby, la ex prostituta mujer de Goodwin, lleva a su niño moribundo siempre en los brazos, y lo esconde de las ratas en una caja de madera detrás de un fogón.
El Chamamé de Puerto Astillero, es un bar de mala muerte en el que el polvo se arrastra a la misma velocidad que los pasos de las absurdas parejas que bailan como fantasmas en un cementerio, mientras los gánsteres de Santuario se pelean en el club y la orquesta toca blues y canciones para un muerto.
Distancias cortas que se encuentran no tan alejadas, cuando Faulkner hace cantar a su homicida negro con voz de barítono desde la celda de la cárcel, antes de ser horacado, y la gente se arremolina a escucharlo en la calle tras el ventanuco de su celda, «Pasaron junto a la cárcel, un edificio rectangular, brutalmente acuchillado por pálidas rendijas de luz. Sólo la ventana central era lo suficientemente amplia para darle ese nombre… El homicida negro se apoyaba en ella; abajo a lo largo de la valla, una fila de cabezas –con sombrero algunas y otras destocadas- sostenidas por hombros ensanchados en el trabajo, y las voces conjuntadas, sonoras y tristes, que se alzaban en la noche tibia e insondable, hablando del cielo y del cansancio»®, y Onetti hace que se escuche fox en la radio, y que los músicos que tocan en el Chamamé se reduzcan «…a una guitarra y un acordeón y su natural consecuencia… y sus mujeres con ropas y pinturas increíbles, un hembraje indiferenciado, un conjunto movedizo de colores, perfumes y agujeros, con tacones altísimos o con alpargatas, con vestidos de baile o con batas manchadas por vómitos y orina de bebés”.
Y los todos fuman, mascan tabaco, lo escupen y hacen del fumar una desesperación más. Y siento que la muerte va a estar en el próximo capítulo. Y al final sucede lo que está escrito que tiene que suceder a los hombre, a las mujeres, a las vidas sin esperanza.
Para Faulkner las cicatrices están en la tierra «el camino era una cicatriz demasiado profunda para ser una camino…» y Onetti las traslada a la piel «…se levantó con una expresión de inocencia donde se marcaban las arrugas como cicatrices». Y paso las páginas y me adentro en las dos historias, en esos lugares abandonados, en esos personajes a medio tocar el suelo con la cabeza ladeada y el sombrero medio colocado. Hombres que escupen al suelo y llevan revólveres en la sobaquera. Y Faulkner me deslumbra con su elegante estilo, el estilo que veo ocupando con meticulosidad en las desilusiones sobre el parquet podrido y perros oliendo el frío entre las piernas de sus dueñas de Onetti, y en los largos pensamientos de desencanto que abarrotan sus páginas.
Al terminar las últimas frases de las dos novelas, me dejo guiar por la sensación que me dejan dentro. Y siento más que pienso. Y una turbación de desasosiego me acompaña junto a la sonrisa tonta que se me queda (asombrándome de que Onetti me deje elegir entre dos cierres distintos). Y eso es precisamente lo que tienen los grandes escritores: la emoción que son capaces de dejarnos cuando cerramos el libro y siguen sus frases dentro de nosotros sin morir nunca.

Y aquí van los finales de estas dos magníficas obras que no necesitan palabras:

«(O mejor, los lancheros lo encontraron, pisándolo casi, encogido, negro con la cabeza que tocaba las rodillas protegidas por el untuoso presagio del sombrero, empapado por el rocío, delirando. Explicó con grosería que necesitaba escapar, manoteó aterrorizado el revólver y le rompieron la boca. Alguno después tuvo lástima y lo levantaron del barro; le dieron un trago de caña, risas y palmadas, fingieron limpiarle la ropa, el uniforme sombrío, raído por la adversidad, tirante por la gordura. Eran tres los lancheros, y sus nombres constan; estuvieron atravesando el frío de la madrugad, y moviéndose sin apuros y errores entre el barco y el pequeño galpón de mercaderías, cargando cosas, insultándose con amasada paciencia. Larsen les ofreció el reloj y lo admiraron sin aceptarlo. Tratando de no humillarlo, lo ayudaron a trepar y a acomodarse en la banqueta de popa. Mientras la lancha temblaba sacudida por el motor, Larsen, abrigado con las bolsas secas que le tiraron, pudo imaginar en detalle la deconstrucción del edificio del astillero, escuchar el siseo de la ruina y del abatimiento. Pero lo más difícil de sufrir debe haber sido el inconfundible aire caprichoso de septiembre, el primer adelgazado olor de la primavera que se desliza incontenible por las fisuras del invierno decrépito. Lo respiraba lamiéndose la sangre del labio partido a medida que la lancha empinada remontaba el rio. Murió de pulmonía en El Rosario, antes de que terminara la semana, y en los libros del hospital figura completo su nombre verdadero.)*

El astillero, J.C. Onetti



«En el pabellón, una banda con un uniforme azul verdoso del ejército interpretaba Massanet, Scriabine y Berlioz convirtiéndolos en una delegada capa de Chaikovski torturado sobre una rebanada de pan correoso, mientras el crepúsculo se disolvía en húmedos reflejos que caían desde las ramas sobre el pabellón y los sombríos hongos de los paraguas. Vibrantes y llenos de resonancias, los acordes de los instrumentos de viento estallaban y morían en el verde espesor del crepúsculo, despeñándose luego en intensas oleadas tristes. Temple ocultó un bostezo con la mano y después, sacando una polvera, la abrió para contemplar en el espejo un rostro en miniatura, malhumorado, descontento y triste. Al cerrar la polvera, protegida por el ala de su elegante sombrero nuevo, dio la impresión de seguir con los ojos las ondas de música, para –más allá del estanque y del opuesto semicírculo de árboles, donde, entre intervalos de sombra, cavilaban tranquilas las reinas muertas de sus mármoles con pátina– perderse finalmente en un cielo que yacía, postrado y vencido, estrechamente abrazado a la estación de la lluvia y de la muerte.»®

Santuario, W. Faulkner



* El astillero, 1961; Seix Barral, 2002.
Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909 – Madrid, 1995).

® Santuario, 1931; Alfaguara, 2006.
William Faulkner (New Albany, Mississippi, 1897 – Oxford, Mississippi, 1962).

Foto: W. Faulkner encendiendo su pipa.