domingo, 2 de marzo de 2014

La última vez que vi a mi hermano



Historia hilvanada alrededor del cuento de John Cheever, Reunión, publicado en 1962. He querido situar a mis personajes en el mismo lugar -una estación-, en la que se van a reunir -y conocer- dos hermanos parafraseando al padre e hijo de Reunión que pasarán juntos unas horas en la estación Gran Central de Nueva York; sus caminos se cruzan y deciden verse durante unas horas que va a condensar toda una vida.


Richard Ford quiso homenajear también a este cuento maravilloso de Cheever colocando en la misma estación a dos amantes. Los dos relatos fueron publicados en New Yorker. 

Dejo los enlaces a la revista para quien desee acercarse a sus versiones originales:


Y aquí va La última vez que vi a mi hermano, con todo el espíritu de Reunión, cuento subido en este mismo blog en diciembre de 2012.




Conocí a mi hermano en la estación de Atocha. Llegaba de Barcelona y mamá y yo fuimos a esperarlo. Charli disponía de dos horas antes de tomar su siguiente tren con destino a Sevilla. Iba a comenzar su primer trabajo como ferrallista, en un rascacielos, y acababa de ser contratado por una empresa de construcción. Era su primer empleo, aunque yo en ese momento desconocía todo aquello. Más aún, para mí ese muchacho era un autentico desconocido, de hecho, conocí la existencia de mi hermano durante el trayecto en taxi del colegio a la estación.
A primera hora de la mañana, mientras desayunábamos, mi madre aguardó a que saliera papá de casa para decirme que vendría a recogerme al colegio, a las tres de la tarde, y me perdería las clases siguientes. No quiso adelantarme nada más. Había llamado a secretaría el día anterior para recogerme a la hora convenida. Que no me despeinara demasiado, ni me manchara los pantalones jugando al fútbol; debía mantener la camisa limpia y los zapatos en buen estado, nada de rotos ni manchas de bolígrafo.
No entendí de qué iba todo aquello y por qué tanto secreto. En el taxi, toda misteriosa y mejor vestida que nunca, con unos altísimos zapatos nuevos y una estola de visón café con leche, me hizo jurarla por lo más sagrado, que jamás contaría a nadie el encuentro de aquella tarde. Y mucho menos a papá. Eso le destrozaría el corazón, y hasta podría abandonarla y sacarme a mí del colegio, y vete tú a saber cuál sería el destino de nuestra feliz familia. No tan feliz, sentí yo en ese momento, un poco molesto de verla nerviosa.
«No pasa nada, mamá, soy una tumba», tuve que decirle para que confiase en mí y tranquilizarla un poco. No dejaba de retocarse el carmín de los labios con su espejito en la mano, sacándolo y metiéndolo de su bolso continuamente.
‒Estás genial, madre, no te hace falta tanta pintura ‒dije‒. Estás guapísima.
‒¡Hoy, tengo una cara horrible! Mira que ojeras…, y estas bolsas debajo de los parpados…
Y volvió a mirarse en el espejito estirándose con el dedo la piel de la frente.
‒¿Verdad, cielo, que no aparento la edad que tengo? Me preguntó de sopetón. Aunque ya estoy acostumbrado a ese tipo de preguntas de mi madre. Ahora ponía morritos al espejo y se miraba ladeando la cabeza y echándose el pelo hacia atrás, largo y liso como una tabla.
‒¡Estás guapísima!, créeme, eres la madre más elegante del colegio. Y ya es decir, porque van todas…
‒¡Pero me ves joven, ¿o no?! ¿Tengo buen aspecto? ¿Estoy bien? ¿No tengo mala cara? ¡Odio esta arruga horrible en la frente! ‒y de nuevo se la estiró con el dedo haciendo muecas al espejo. A continuación se lo guardó en el bolso, sacó un peine y se repeinó aún más el cabello.
‒Júrame que no se lo vas a contar a papá, ¿lo juras? Es un secreto entre madre e hijo. ¡A ver, qué pareces despistado!
‒¡Te lo juro, te lo juro! ¿Cómo quieres que te lo diga? Soy una tumba.
Gracias a dios llegamos a la estación, pagó el taxi y entramos en el edificio.
Había muchísimo jaleo. Ella andaba deprisa y le sudaba la mano; yo se la agarraba para no perderme. Creo que iba tan obcecada en busca de algo que no se dio cuenta de que llevaba el bolso abierto. Se lo cerré y seguimos andando entre la gente. Miró en una pantalla colgada del techo y bajamos hacia un andén. Sus tacones eran demasiado altos para aquella escalera mecánica tan empinada, pensé que se le podrían enganchar entre los escalones y tener un disgusto. Y fue cuando miré hacia abajo y vi a un joven levantando el brazo a mi madre, entre la gente que salía del tren, con una cazadora negra de cuero y una maleta en la mano, de esas antiguas, sin ruedas. Ella lo saludó discretamente desde la escalerilla y él se encaminó hacia nosotros.
–Este, ¿es tu hijo? –fue lo primero que dijo mi hermano nada más verme, para referirse a mí, y añadió:
–No se parece a ti. En nada. Menos mal ‒y me miró de arriba abajo como si fuese un insecto.
Él sí se parecía a mamá. Poseía sus ojos marrones y grandes, y los dientes blancos y perfectos. Me dio rabia darme cuenta de lo poco que yo me parecía a mi madre. Me quedé mudo. No sabía qué decirle. Así que no dije nada. Ni tan siquiera «hola».
Mi madre tampoco sabía cómo conversar con ese hijo que estaba de paso y no veía desde hacía más de veinte años. Por lo menos.
–Qué alto estás, Charli. ¿Estás bien, Charli? –dijo mi madre, azarada, sin convicción, intentando mantener la calma. ¿Has tenido buen viaje, Charli?
Creo que mamá no se atrevía a llamarlo hijo, y no hacía más que repetir ese nombre ridículo.
–Pues bien, gracias, estoy bien ‒y Charli se encogió de hombros. Unos hombros enormes y desarrollados como los de un estibador‒. No me falta una pierna, ni el hígado, ni un riñón. Tengo salud y un trabajo. Y ahora, me ha salido una madre. ¿Qué más puedo querer? –respondió Charli. Que luego supe que no era Charli, sino Carlos.
Caminamos los tres, como auténticos desconocidos, hasta el bar, donde tomamos asiento en la mesa más discreta que mi madre pudo encontrar, en un rincón, junto al pasillo de los aseos.
–¿No quieres que nos vean juntos, verdad, mami? –dijo Charli de golpe, nada más dejar en el suelo su maleta. Seguro que ahí dentro iban todas las cosas que Charli debía poseer en la vida. Eso me imaginé.
Mamá se puso roja como un tomate.
–Quería que os conocierais ‒dijo ella, como disculpándose–. Yo… Voy a la barra a pedir unas bebidas ‒y para romper el hielo–: ¿Queréis comer algo? ¿Voy a por algo? ¡Esto es un desastre; aquí nadie sirve en las mesas!
Yo no quise tomar nada y él la pidió un cubata de ron con Coca-Cola y un bocadillo de jamón serrano.
–Conque tú eres su niñito… –empezó a decirme en cuanto ella se dio la vuelta–. Mira chaval, cuídate de esa tía, que a mí ya me abandonó una vez. Y quien abandona una vez, abandona mil. Aunque no es mala. Siempre me lo ha pagado todo. Es generosa. Sin tirar cohetes, ¿eh?. Y ya veo… A ti no te cuida mal. Menuda pinta de pijo tienes. ¿Pero sabes que te digo?, que tienes suerte, chaval; conserva tu familia: consejo de hermano. Di algo, hombre, que no muerdo ‒y me dio con el puño cerrado en el hombro, como si fuera un boxeador‒. ¿A que no has visto a nadie como yo?
–No sé qué decir. No sabía nada y…
–O sea, que acabas de enterarte de que tienes un hermanito.
–Bueno, no sé, yo…
–No pasa nada, chaval. Tranquilo. Cosas de mujeres. Se quedan embarazadas, casi de niñas, y luego no saben qué hacer con el bebé, por eso del «qué dirá mi padre, me echará de casa, no podré acabar la universidad, perderé a mis amigas, lo perderé todo…»; lo de siempre. Mira, chaval, tú sí que has tenido suerte de haber llegado en un buen momento para ella. Y casada con un millonetis.
Ese tío no paraba de llamarme chaval.
Mamá llegó con una bandeja y las bebidas. Charli se tomó el cubata de un trago sin echarse toda la Coca-Cola y dijo que estaba «seco». El bocadillo ni lo tocó. Mamá lo miraba como avergonzada y se bebió su refresco también de un trago. Todo el mundo parecía «seco», menos yo.
–Voy a pedir otro. ¿Queréis algo? –preguntó Charli–. Venga chaval, tómate algo, y deja de tener esa cara de pasmo. Solo voy a robarte a tu mami un par horas, no es tanto pedir, ¿no? Y desaparezco de vuestras vidas de una puta vez.
Mamá lo miraba sin decir ni pío, atónita. Parecía sacudida por una descarga eléctrica. No sabía qué hacer con su estola de visón, e intentaba meterla en el bolso empujándola hacia dentro como si el bicho estuviese vivo.
Según se alejaba Charli hacia la barra, a por su segundo cubata, me di cuenta de su aspecto de…, no sé cómo decir, de chico que no quiere que le hagan fotos porque odia su cara, o algo así.
–Siento que tengas que conocer a Charli de esta forma dijo mi madre con una voz de ultratumba.
–Querrás decir a mi hermano, ¿no?
–Sí, tu hermano. Lo siento, amor, lo siento, no sé si ha sido buena idea… ¡Estoy tan confundida! Es todo tan complicado de explicar…
–¡No lo sientas! Ya soy un hombre. Y más a partir de esta tarde.
–No debes decir nada, me oyes, nada, a nadie. Cuando seas mayor lo entenderás, cariño. Lo entenderás todo. Ser mayor es muy difícil. Y yo…¡Oh, dios!, lo he hecho fatal.
–Y si no soy mayor, madre, ¿por qué me has traído? ¿Eh? ¿Por qué me has traído? ¡En vez de haber vendo tú sola! –grité, a punto de llorar.
–La vida no es lo que parece, cielito. ¡Lo siento, lo siento!
 Charli llegaba con su cubata de ron, pero ahora sin la botella de Coca-Cola. Se oía la megafonía con la partida y llegada de trenes de todos los destinos inimaginables; quise tomar uno y largarme lejos de allí. El segundo cubata también se lo bebió de un par de tragos. «Dios», pensé, «se va a emborrachar».
–Charli, no bebas tan deprisa –le dijo mi madre, que lo observaba como si estuviese ante un extraterrestre.
–¿Qué pasa?, ahora vas de madre preocupada. ¡Ok, dejémoslo! Mira, me vas a hacer un favor: métete la lengua en el culo y ve al cajero a sacarme cien euros, que no tengo suelto.
Mamá se levantó como si la hubieran pinchado en el trasero. A la vuelta de la cafetería había un cajero automático. Regresó con el dinero y Charli se guardó los cien euros en el bolsillo de la cazadora como si hubiera recogido la paga de Navidad.
Me levanté y dije que me iba al baño.
La verdad, no me apetecía verles la cara de funeral, y esa forma en que se miraban el uno al otro. Entonces, Charli me agarró del brazo y tiró sobre la mesa un billete de diez euros ordenándome que fuese a la barra a por otro cubata de ron.
–¡Vete a la mierda! –le dije, y me largué corriendo para meterme en los aseos.
Allí estuve un buen rato, encerrado en un váter, y luego salí y me senté en el suelo, en el pasillito, como una hora más o menos, haciendo tiempo hasta que anunciaran la salida de su maldito tren. Por fin, lo escuché y me fui de allí. Ni se inmutaron al verme.  
Mi madre, frente a Charli, se alisaba la arruga de la frente, apoyada con el codo en la mesa mirando al vacío, como si en él se hallasen las respuestas a todas las preguntas que le hacia ese hijo. Creo que no sabía cómo reparar la infeliz vida de mi hermano. Se levantaron los dos y nos dirigimos hacia su andén para despedirlo.
Charli caminaba con su maleta en una mano y con la otra abrazaba a mi madre, que también era la suya, y yo los seguía con las mías en los bolsillos del pantalón, contado los minutos para verlo desaparecer. No sé qué habría pasado, ni de lo que habrían hablado, pero Charli estaba más simpático y la apretujaba con sus fuertes brazos. No parecía su hijo. Creo que se debió beber algunos cubatas más porque se le había puesto una cara de idiota que no era normal.
Para mi sorpresa el andén estaba casi vacío. No había llegado su tren y los monitores señalaban que encontraba en aproximación. Me imaginé el retraso: debían bajar los pasajeros, limpiarlo, subir mi hermano y todos los demás, y a lo mejor, hasta cambiar de maquinista. Ellos dos cuchicheaban delante de mí y yo intentaba hacerme invisible. Esperaba no encontrarme con nadie del colegio. El tren se aproximaba. Por fin se largaría. Dieron un paso hacia adelante. Charli estaba muy cerca de las vías, casi en el borde del apeadero, diciendo tonterías a mi madre de su pasado; reproches y más reproches que yo no quería escuchar. Mi madre, un pasito más atrás, se limpiaba las lágrimas con el pañuelo y me acerqué a mi hermano con intención de empujarlo en cuanto el tren se aproximara.
Quería estar seguro de que no sobreviviría.
Pero sobrevivió. En el momento preciso, la mano de mi madre tiró de él e impidió que cumpliera mi propósito. Mi hermano se tambaleó y cayó encima mío. Nos levantamos rápidamente. El tren paró ante mis narices y Charli se me quedó mirando, desafiante, con la cazadora abierta y la camiseta por fuera del pantalón. Dijo, mirándome fijamente con cara de borracho:
–Anda, marchaos; yo ya me quedo. ¡No quiero veros más, capullos! Y chaval, a ver si comes más y, con suerte, la próxima lo consigues.
Y esa fue la primera y última vez que vi a mi hermano.




La última vez que vi a mi hermano está publicado en el libro Madrid-Casablanca-Barcelona, Creo y otros relatos.