lunes, 31 de enero de 2011

Papel de arroz


Papel de arroz es un microrrelato que habla sobre la violencia de género, muy a mi manera.


Estaba segura de que eran sus pasos los que se hundían en la madrugada, los pasos que la seguían desde que salió del portal. Cortaban el aire como cuchilla que rasga papel de arroz. El eco de su respiración entrecortada, la soledad de la calle desierta, le devolvía el ansia que él tenía por matarla. Sus zancadas largas y profundas en el eco de la noche, se hacían cada vez más rápidas tras ella, persiguiéndola. Le hablaban: que anoche la pudo haber seguido hasta allí, que la pudo ver con otro entrando en el portal. Que pudo ver cómo la cosía a besos en el rellano antes de cerrar la puerta, y cómo su nuevo enamorado conducía su mano arrebatada por debajo de la falda, antes de subírsela a su casa.

Caminaba tras ella haciendo ruido con las llaves, y presentía su sombra cada vez más cerca de su espalda. Tragó saliva y todo su cuerpo se volvió humedad. Escuchaba unos jadeos escondidos, familiares, que intentaban ahogarla otra vez.
La luz de una farola inventaba sobre la acera la sombra de su muerte, mientras huía.
Estaba segura que esa vez no iba a escapar: se había convertido en su sangriento objetivo. Y su mano rebuscaba en el bolso las llaves que no encontraba, antes de llegar a su calle, rompiéndose las uñas en el intento. Escuchó el tintineo de otras llaves, cada vez más cerca, ahí mismo. Y no pudo correr más:
La calle se acabó cuando él la rozó la espada.
Estaba segura que sacó la navaja del bolsillo.
Estaba segura que no llegaría hasta su casa con vida.
Un muro la frenó y cerró la calle para siempre.
Cuando se dio la vuelta ya le tenía encima. Se tapó los ojos con las manos y, en un eterno segundo, sintió la cuchilla fragmentar su piel como si fuera papel de arroz.
Vio su carne asomarse entre una herida forjada por la ira del amor.
Estaba segura que moriría allí, tirada, en un callejón solitario, en una siniestra madrugada de Madrid, a las puertas de su casa. Sin testigos.
Estaba segura, aún sin haberle visto la cara, que era él quien corría alejándose del cadáver que yacía en el suelo, el cadaver en el que se había convertido.

sábado, 8 de enero de 2011

Bufete


Cuento

Quise salir a almorzar y llamé a Alejandra. Cuando descolgó el teléfono tenía la voz ronca y un timbre extraño. Dijo que había dormido mal: le dolía el estómago, tenía una jaqueca horrible y no podía comer nada; me dio las gracias y colgó. Llamé a Julio y me dijo lo mismo. Juan también durmió mal, y a Fernando, un dolor de cabeza terrible le había quitado el apetito.
Recogí mi mesa, guardé los informes en un cajón y me puse la chaqueta. Antes de salir de la oficina me pasé por el despacho de Melanie; la encontré lívida y con ojeras, se quedaría a terminar una apelación y no saldría a comer.
Según caminaba por el pasillo, encontré muy desmejorado a todo el personal del departamento, que entraba y salía de los distintos despachos con pintas de no haber dormido, y todos cargados de informes y carpetas. Llamé al ascensor y, antes de entrar, una mano me tocó la espalda: el director de departamento me llamaba a su despacho. Toqué a la puerta y entré. Nunca había visto al director tan viejo y ajado, con la camisa arrugada y la corbata medio deshecha. Se levantó y me estrechó la mano; sus pantalones parecían haber sido centrifugados. Intenté disimular mi asombro, pero me pareció tan evidente, que tuve que preguntarle si había algún problema en la oficina; me contestó que el problema era mi aspecto, y que no tenía más remedio que darme el día libre para que me repusiera durmiendo hasta mañana, y que no me sancionaría por ser quien era: un abogado eficiente y trabajador e hijo de un gran amigo. Me echó un rapapolvo de cuidado; que era un bufete importante… y que los empleados debían mantener una imagen digna.
No salía de mi asombro cuando cerré la puerta de su despecho y me saludó su secretaria con el bajo de la falda descosido y la blusa rajada por la espalda. Me despidió con un bostezo y se tapó la boca con la mano. En vez de coger el coche me fui a casa corriendo, tardé tres horas en llegar, pero lo conseguí.
No almorcé, ni cené, ni dormí en toda la noche, tampoco me cambié de ropa. Salí a las cinco de la madrugada para volver corriendo a la oficina. Alcancé a llegar al despacho a las ocho en punto, y pensé que mi aspecto no tendría nada que envidiar al de ningún otro empleado del bufete.
Sobre las doce, el director me volvió a llamar a su despacho; me froté las solapas de la chaqueta para arrugarlas un poco más, y entré.
Cuando salí de allí, metí todas mis cosas en una caja y me despedí de todos mis compañeros. Me miraban asombrados, pero nadie dijo nada. Me habían despedido. Pasó Melanie por mi lado y la encontré muy elegante, con unos tacones de aguja de veinte centímetros que me clavó en el pie, para decirme que la había cagado y que siempre iba a contracorriente.

>Relato publicado en "Cuentos del Sismógrafo".