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Paseo por Berlín, por la puerta de Brandemburgo, por el Checkpoint Charlie, entre restos de muros pintados con grafitis y calles con cruces blancas apostadas sobre las verjas de parques con un nombre que una vez perteneció a un ser humano que intentó ser dueño de su destino, aunque ese destino ya estuviera escrito y sentenciado. Pero todos tenemos derecho a creer que podemos escribir el nuestro y la obligación moral de huir de aquellos que intenten manipularlo o cercenarlo directamente.
Y me emociono. Y camino con la solemnidad de hallarme en un lugar portador de los mayores avatares de occidente. Veo los tranvías pasar a mi lado cargados de ojos y de bocas y brazos y piernas y puedo leer el pasado de esta ciudad escrito en cada piedra, en cada adoquín y cada esquina, sobre el pavimento y sobre el mismísimo aire que respiro. Las bicicletas pasan veloces. El silencio de Berlín me sobrecoge. Dicen que los españoles somos muy bulliciosos, que por allá donde vamos se nos nota y nos miran con cierto desprecio por ello. Pero el sonido de la voz humana me reconforta. Me dice que lo que oigo a mi alrededor es real y existente, no un sueño o una quimera, como el sonido lejano de las ruedas de los autos y de los cientos de bicicletas surcando el asfalto. A la gente apenas se la oye, parece que sólo susurran, como las hojas de los árboles cayendo en el otoño del Tiergarten, a los pies del Ángel caído. Y sin pudor alguno tomo un tranvía hacia los profundos barrios del este.
En el este el ambiente es distinto. Estoy tan lejos de la isla de los museos, del Bundestag, de la ciudad oficial y del Unter den Linden que parece otro país con la misma lengua. La suciedad cotidiana y el malestar de la cultura están escupidos sobre los edificios, las aceras y las calles. No veo ningún biergarte n por más que los busco para tomar una buena cerveza alemana. Y es que estos berlineses del este que parecen algo anticuados y viajan en tranvía, se siguen pareciendo a los ciudadanos que quedaron tras el telón de acero. Un telón de acero invisible que se asoma por las esquinas cuando paseas por estas Straßen y piensas en lo que pasó en esta ciudad dividida y mucho antes. También pienso en lo que sucedió bajo el edificio del apartamento en el que me alojo, construido sobre las ruinas de la Cancillería del Reich y el búnker de Hitler donde se suicidó, junto a estos apartamentos para turistas y las aguas tranquilas del Spree que serpentea la ciudad.
Esta mañana me despertaron unas voces que hablaban en inglés, bajo la ventana de mi habitación que da al jardincillo entre la Gertrud-Kolmar Straße y la An der Kolonnade. Era un guía canadiense en el centro de un círculo de turistas. Todos lo escuchaban con gravedad y atención, como si hablara de algo brutal, transcendente, verdadero. Nunca había visto a un grupo de turistas sentirse más partícipes de una historia que a éstos. Me metí para dentro, me até la bata y me desperecé. Preparé un café soluble y, con la taza en la mano, volví a asomarme a la ventana. Me aposté sobre el alfeizar y me quedé embobada observando al grupo. Sentí que esa gente venida de todas las partes del mundo velaba por mantener vivo el recuerdo de un tejido subterráneo, cuyo laberinto de muros de 4 metros de espesor, construido en 1935, a quince metros de profundidad se construyó para servir de refugio antiaéreo a uno de los individuos más crueles de la historia del hombre.
El Führerbunker era una estructura de cámaras subterráneas, construido bajo el complejo majestuoso de la Cancillería, al que se trasladó Hitler el 16 de enero del 1945, y en el que vivió sus últimos días protegido de los continuos ataques del ejército soviético en la última batalla sobre Berlín, y en el que se suicidó junto a su mujer Eva Braun. Él con un tiro en la sien y ella con una cápsula de ácido prúsico, el 30 de abril, ante la entrada inminente de los soviéticos en la ciudad y la rendición de Alemania.
Escuchaba al guía decir que los restos de la pareja fueron arrastrados hacia el exterior del bunker, ahí mismo, sobre un punto de tierra en que miraban los turistas de pantalones cortos y sandalias; y en ese lugar, como el centro de una diana, fueron quemados sus cuerpos para evitar que nadie se repartiera los cadáveres de la cruel pareja como un trofeo. Alguien del grupo se dio cuenta de que yo los observaba y vi que unos cuantos levantaban la cabeza hacia mí. No supe qué hacer con la taza de café en la mano, plantada ante el alfeizar de la ventana abierta. Me mantuve erguida escuchando al guía decir que mi edifico tranquilo y compacto donde resido por unos días, había sido edificado sobre la Cancillería y el búnker. El gobierno comunista que dividió la ciudad tras la guerra dinamitó el Führerbunker, dejándolo caer en el olvido en el subsuelo de esta placita de jardines descuidados, hasta que hoy por la mañana me asomé para escuchar a estos turistas que me despertaron y pusieron a funcionar toda mi imaginación.
El verano de Berlín es fresco y reconforta de los calores de Madrid. Las grises estelas del monumento al Holocausto asomaban a lo lejos como lápidas de titanes. Veía ya gente caminar entre ellas, a pesar de que eran las nueve de la mañana. Yo seguía atenta al guía que explicaba lo que ahí mismo sucedió hace sesenta y cinco años, justo bajo mi ventana. No quería escuchar otra vez lo que he leído numerosas veces, no quería saber que bajo esta placita de jardines desaliñados vivió Hitler sus últimos días. Estamos en 2010, en el euro, en la UE, nos creemos grandes en el mundo, es occidente, nuestros valores democráticos nos protegen; o eso quiero creo. Vivo en un mundo tan ajeno a esa trágica historia de Holocausto y muerte, de un muro que separó a una ciudad y a todo un planeta en dos ideas irreconciliables, que siento vergüenza. Y es que hoy me parece un sueño macabro que nunca debió ocurrir; y que, si no fuera por lo que es, por esos turistas rodeando a un guía con voz aflautada, haciendo preguntas dolorosas, podría decir, que hoy era una mañana prometedora para mí.
Tomé una la ducha y me vestí con propiedad para visitar el Neues Museum y disfrutar de la bella de Nefertiti.
Un escrito que conmueve, que emociona, que da juego a la mente; un corto que te llega a lo profundidad del alma, con frases que te erizan la piel como un lagarto. Emocionante, trepidante, una lluvia de emociones y experiencias que te atan al sillón hasta que te escuecen los ojos. Genial. Un abrazo.
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