viernes, 14 de diciembre de 2012

Cena de Nochebuena


Por eso del espíritu navideño he escrito un cuento de Navidad para mis lectores que tan pacientemente han leído mi blog durante este año 2012, animada a seguir en 2013. 

 

CENA DE NOCHEBUENA

 

 

Para brindar por la Navidad

Mercedes de Vega

 

 

 

Tres adultos y dos adolescentes están sentados alrededor de la mesa. En el centro hay un arreglo floral de mal gusto. Los crisantemos de plástico no son flores apropiadas para celebrar la Nochebuena. Son blancos y amarillos. Ella observa somnolienta el mantel de papel dorado. Las servilletas están decoradas con pequeñas guirnaldas rojas, un poco recias y acartonadas por el tinte. Soportan mal el recubrimiento. Ésta es la observación de Jennifer cuando se lleva la rígida servilleta a los labios para limpiarse una gotita del vino excelente que ella misma ha llevado. Su vino. Es lo único bueno que hay en la cena. Es un regalo de su jefe como aguinaldo: una caja con cuatro botellas de vino de Borgoña, porque a ella le gusta el vino francés.  

Su jefe lo sabe. 

Él mismo lo sube al apartamento de Jennifer los lunes y los jueves en una bolsa de grandes almacenes, junto a una lata de foie, galletitas saladas y, de vez en cuando, otra de caviar beluga. Sobre las once de la noche se despiden y él se dirige a su casa, le espera su esposa y sus dos hijos que no acaban nunca de salir de la adolescencia, o eso es lo que él repite constantemente, como un disco rayado. A Jennifer ni le importa. Es una mujer que no se amedrenta ante los hombres casados. Le da igual que tengan hijos adolescentes, recién nacidos o treintones en las filas del paro, porque Jennifer tiene dos novios más jóvenes, más guapos y más delgados que su jefe. Con Jonathan, frecuenta pequeñas salas de cine alternativo de las que suele salir muy aburrida. Junto a Brandon, los sábados espera largas colas en la calle para ver en salas de cine panorámico películas taquilleras que están de moda. De esta manera cree dividir su tiempo libre de una forma equilibrada y justa para no dejarse llevar por una única corriente. Y le gusta. 

Lo que no le gustó fue la llamada telefónica de que la esposa de su jefe el viernes pasado. Ella misma cogió el teléfono, con el esmalte de uñas todavía tierno.

–Buenos días, señora López –respondió, soplándose los dedos de la mano izquierda mientras con la otra sujetaba el auricular–. Su esposo está en de viaje.

–Ya lo sé, Jennifer. No quiero hablar con él sino contigo. Hoy me he levantado un poco mejor y decidida a hacer el bien. El miércoles es Navidad.

–Usted dirá –respondió Jennifer abriendo su bolso. Sacó el paquete de tabaco y se encendió un cigarro. Estiró el brazo y abrió la ventana de la pequeña habitación.

–La quimioterapia me está matando, Jennifer. Tengo un cáncer con metástasis. No voy a durar mucho, querida. Pero tú, sí. ¿Tienes hoy suficiente espíritu navideño?

–Creo que sí, señora López.

–El espíritu navideño es fundamental para un buen cristiano. Yo soy una buena cristiana. En casa intentamos ser buenos cristianos.

–Bien, bien, me alegro. Yo… en eso… –titubeó.

–Como buena cristiana que soy, quiero morir haciendo el bien a mi familia. Y hay cosas que he de solucionar antes de morir. Porque me voy a morir pronto, ¿entiendes? Tengo dos adolescentes en casa y van a quedarse sin madre, y un esposo del que no he de decirte muchas cosas… ¿Entiendes?

A Jennifer se le atragantó el humo del cigarrillo.

–No llamo para sermonearte. Quiero que me prometas algo verdaderamente importante. ¿Me lo vas a prometer? ¿Me lo prometes? ¿Lo prometes por tu vida, a una moribunda?

–Lo que esté en mi mano, señora López. Se lo prometo. Dígame…

–Lo sé todo, querida, entre mi marido y tú. Y también sé, porque te conozco, que vas a saber cuidar de mis dos niños y de Juan. Sí, Juan, mi Juan, tu amante de los lunes y los jueves. Pero no te guardo rencor, querida; créeme. Para que sientas que os doy mi bendición te invito a cenar en Nochebuena. Va a ser mi mejor acción, ¿comprendes? He pensado hacer una presentación formal con los niños, ya verás, son encantadores. Juntas iremos preparando mi relevo. Va a ser una gran sorpresa para ellos y para Juan. Estoy tan emocionada…

–Mire…yo… ¿No es una broma?

–En absoluto. Por favor, Jenny, van a ser mis últimas navidades. Por el amor de Dios… ¿Prométeme que los vas a cuidar?

–Tengo sólo veintisiete años. Juan me dobla la edad. Yo no sabría cuidar de nadie.

–No te apures, Jennifer, ya lo sé. Yo me casé con veinticuatro. Lo harás bien, ya verás. A tu edad ya tenía a mis dos niños. No seas tímida. A Juan le encantará. ¿Cómo no le va a gustar tenerte como madre de sus hijos, si le encanta acostarse contigo? Además, la empresa no va bien, puede entrar en quiebra y te necesita. Te necesitan. No puedo morirme dejándolo solo, con la ruina que tiene encima. Y los niños en esta edad tan complicada… ¡Tienes que hacerte cargo! No se puede acostar una con un hombre y luego dejarlo tirado como una colilla, cuando a demás él te ama. 

–¿Esto es una broma? Yo no estoy enamorada de Juan. Ha sido algo que ha sucedido sin querer. Yo nunca lo busqué, yo tengo novios. Yo…

–Querida, ya es hora de que te hagas responsable de tus actos y vengas a cenar a casa. Acuérdate de traer el vino. He ido esta mañana al banco a cobrar un cheque y no había fondos, seguro que tienes en casa botellitas de esas de mi marido. El foie lo pongo yo, todavía me queda algo de dignidad.

–¿Todo esto va en serio? Si nunca he cuidado de nadie. ¡Juan tiene más de cincuenta años! Soy muy joven para… No puedo, señora López. Esto es un disparate.

–Mira, Jenny, te quedas con mi Mercedes, con mis abrigos de pieles y con la casa; hipotecada, pero en una buena zona. Y, sobre todo, tendrás dos hijos y un marido. ¿Qué más puede pedir una humilde chica de barrio que no terminó ni el bachillerato?

–No amo a Juan. Nunca he querido tener hijos –contestó Jennifer encendiendo otro cigarrillo. Le templaban las manos.

–Si no cumples con tu obligación nunca madurarás, Jenny. Y si abandonas a mi familia llevarás sobre tus espaldas la sangrienta Cruz de Cristo. Y sus espinas se te meterán en los ojos y morirás ciega. Eres cruel, Jennifer. No tienes ningún espíritu de Navidad. ¡De la Sagrada Navidad! Tengo que colgar, Jenny.  No nos falles.

La esposa del jefe colgó y éste no llamó en todo el día. Jennifer no pudo dormir esa noche. Se levantó varias veces obsesionada con la idea de vivir con ese hombre y sus dos adolescentes. Seguro que con granos en la cara y auriculares con la música a tope. Juan estaba gordo y llevaba tirantes. Y no era un buen amante. Pensó con tristeza en la juventud de sus dos novios con los que frecuenta los cines de la ciudad. El lunes por la mañana en la oficina trabajó muy desanimada. El jefe no apareció en todo el día. El martes era Noche Buena y salió antes a comprarse un vestido para la cena.

Jennifer piensa que no ha comprado regalos para nadie. No levanta los ojos de los crisantemos de plástico cuando escucha con melancolía a uno de los adolescentes llamarla mami.

–¿Me pasas las huevas de lumpo, Jenny? –dice el otro adolescente– Creo que papi no ha podido comprarlas de esturión este año.

En el tocadiscos suena Magnificat de J. S. Bach desde hace tres horas. Jennifer odia la música sacra. Esta en concreto le recuerda la deprimente película El Silencio de los corderos de la que salió terriblemente deprimida. Acabó discutiendo con Jonathan. Está mareada y tiene los ojos irritados. Ha tomado más de cinco copas de vino francés entre marisco congelado y pavo correoso. 

Alguien sirve copas de cava para todos.

–¡Brindemos por Jennifer! –grita la familia al completo, poniéndose de pie.

–¡Y por papá! –añaden los dos adolescentes a una sola voz.

–¡Te queremos, Jenny! –interviene la mujer del jefe con un traje de lentejuelas.

Jenny parece estar ebria, a punto de desplomarse de la silla.

–No hace falta que esperéis a que me muera ­–añade la mujer del jefe. 

Los cuatro levantan las copas para brindar por la nueva pareja y desear a Jennifer Feliz Navidad.

 

 

14 de diciembre de 2012

 

 

lunes, 3 de diciembre de 2012

Reunión, por John Cheever



He aquí uno de los cuentos que más me gustan de John Cheever. Un relato de apenas cuatro páginas que subyuga por lo que omite (como suele ocurrir con los mejores), por lo que no dice, por su tono y ese aire de irremediabilidad ante la catástrofe. Reunión, una genialidad entre otras de mi querido Cheever, que por cierto, Richard Ford escribió en referencia a éste otro homónimo y desarrollado en el mismo lugar, en Central Station de Nueva York. Salvo que los reunidos no son padre e hijo, sino una pareja. Intentaré localizarlo. 

REUNIÓN

La última vez que vi a mi padre fue en Grand Central Station. Yo venía de estar con mi abuela en los Adirondacks y me dirigía a una casita de campo que mi madre había alquilado en The Cape; escribí a mi padre diciéndole que pasaría hora y media en Nueva York debido al cambio de trenes, y preguntándole si podíamos comer juntos. Su secretaria me contestó que se reuniría conmigo en el quiosco de información a mediodía, y cuando aún estaban dando las doce le vi venir a través de la multitud. Era un extraño para mí -mi madre se había divorciado tres años antes y yo no lo había visto desde entonces-, pero tan pronto como lo tuve delante sentí que era mi padre, mi carne y mi sangre, mi futuro y mi fatalidad. Comprendí que cuando fuera mayor me parecería a él: que tendría que hacer mis planes contando con sus limitaciones. Era un hombre corpulento, bien parecido y me sentí feliz de volver a verlo. Me dio una fuerte palmada en la espalda y me estrechó la mano.
-Hola, Charlie -dijo-. Hola, muchacho. Me gustaría que vinieras a mi club, pero está por las calles sesenta, y si tienes que coger un tren en seguida, será mejor que comamos algo por aquí cerca.
Me rodeó con el brazo y aspiré su aroma con la fruición con que mi madre huele una rosa. Era una agradable mezcla de whisky, loción para después del afeitado, betún, traje de lana y el característico olor de un varón de edad madura. Deseé que alguien nos viera juntos. Me hubiera gustado que nos hicieran una fotografía. Quería tener algún testimonio de que habíamos estado juntos.
Salimos de la estación y nos dirigimos hacia un restaurante por una calle secundaria. Todavía era pronto y el local estaba vacío. El barman discutía con un botones, y había un camarero muy viejo con una chaqueta roja junto a la puerta de la cocina. Nos sentamos, y mi padre le llamó con voz potente:
-¡Kellner! -gritó-. ¡Garçon! ¡Camarieri! ¡Oiga usted!
Todo aquel alboroto parecía fuera de lugar en el restaurante vacío.
-¿Será posible que no nos atienda nadie aquí? -gritó-. Tenemos prisa.
Luego dio unas palmadas. Esto último atrajo la atención del camarero, que se dirigió hacia nuestra mesa arrastrando los pies.
-¿Esas palmadas eran para llamarme a mí? -preguntó.
-Cálmese, cálmese, sommelier -dijo mi padre-. Si no es pedirle demasiado, si no es algo que está por encima y más allá de la llamada del deber, nos gustaría tomar dos gibsons con ginebra Beefeater.
-No me gusta que nadie me llame dando palmadas -dijo el camarero.
-Tendría que haber traído el silbato -dijo mi padre-. Tengo un silbato que sólo oyen los camareros viejos. Ahora saque el bloc y el lápiz y procure enterarse bien: dos gibsons con ginebra Beefeater. Repita conmigo: dos gibsons con ginebra Beefeater.
-Creo que será mejor que se vayan a otro sitio -dijo el camarero sin perder la compostura.
-Esa es una de las más brillantes sugerencias que he oído nunca -dijo mi padre-. Vámonos de aquí, Charlie.
Seguí a mi padre y entramos en otro restaurante. Esta vez no armó tanto alboroto. Nos trajeron las bebidas, y empezó a someterme a un verdadero interrogatorio sobre la temporada de béisbol. Al cabo de un rato golpeó el borde de la copa vacía con el cuchillo y empezó a gritar otra vez:
-¡Garçon! ¡Cameriere! ¡Kellner! ¡Oiga usted! ¿Le molestaría mucho traernos otros dos de lo mismo?
-¿Cuántos años tiene el muchacho? -preguntó el camarero.
-Eso -dijo mi padre- no es en absoluto de su incumbencia.
-Lo siento, señor -dijo el camarero-, pero no le serviré más bebidas alcohólicas al muchacho.
-De acuerdo, yo también tengo algo que comunicarle -dijo mi padre-. Algo verdaderamente interesante. Sucede que éste no es el único restaurante de Nueva York. Acaban de abrir otro en la esquina. Vámonos, Charlie.
Pagó la cuenta, y nos trasladamos de aquél a otro restaurante. Los camareros vestían americanas de color rosa, semejantes a chaquetas de caza, y las paredes estaban adornadas con arneses de caballos. Nos sentamos y mi padre empezó a gritar de nuevo:
-¡Que venga el encargado de la jauría! ¿Qué tal los zorros este año? Quisiéramos una última copa antes de empezar a cabalgar. Para ser más exactos, dos Bibson Geefeaters.
-¿Dos Bibson Geefeaters? -preguntó el camarero, sonriendo.
-Sabe demasiado bien lo que quiero -dijo mi padre muy enojado-. Quiero dos Beefeater gjbsons y los quiero deprisa. Las cosas han cambiado en la vieja y alegre Inglaterra. Por lo menos eso es lo que dice mi amigo el duque. Veamos qué tal es la producción inglesa en lo que a cócteles se refiere.
-Esto no es Inglaterra -dijo el camarero.
-No discuta conmigo -dijo mi padre-. Limítese a hacer lo que se le dice.
-Creí que quizá le gustaría saber en dónde se encuentra -dijo el camarero.
-Si hay algo que no soporto -dijo mi padre- es un criado impertinente. Vámonos, Charlie.
El cuarto establecimiento en el que entramos era italiano.
-Buon giorno -dijo mi padre-. Per favore, possiamo avere due cocktail americani, forti, forti. Molto gin, poco vermut.
-No entiendo el italiano -dijo el camarero.
-No me venga con esas -dijo mi padre-. Entiende usted el italiano y sabe perfectamente bien que lo entiende. Vogliamo due cocktail americani. Subito.
El camarero se alejó y habló con el encargado, que se acercó a nuestra mesa y dijo:
-Lo siento, señor, pero esta mesa está reservada.
-De acuerdo -dijo mi padre-. Dénos otra.
-Todas las mesas están reservadas -dijo el encargado.
-Ya entiendo -dijo mi padre-. No desean tenernos por clientes, ¿no es eso? Pues váyanse al infierno. Vada all´inferno. Será mejor que nos marchemos, Charlie.
-Tengo que coger el tren -dije.
-Lo siento mucho, hijito -dijo mi padre-. Lo siento muchísimo. -Me rodeó con el brazo estrechándome contra sí-. Te acompaño a la estación. Si hubiéramos tenido tiempo de ir a mi club...
-No tiene importancia, papá -dije yo.
-Voy a comprarte un periódico -dijo-. Voy a comprarte un periódico para que leas en el tren.
Se acercó a un quiosco y dijo:
-Mi buen amigo, ¿sería usted tan amable como para obsequiarme con uno de sus absurdos e insustanciales periódicos de la tarde? -El vendedor se volvió de espaldas y se puso a contemplar fijamente la portada de una revista-. ¿Es acaso pedir demasiado, señor mío? -dijo mi padre-, ¿es quizá demasiado difícil venderme uno de sus desagradables especímenes de periodismo sensacionalista?
-Tengo que irme, papá -dije-. Es tarde.
-Espera un momento, hijito -replicó-. Sólo un momento. Estoy esperando a que este sujeto me dé una contestación.
-Hasta la vista, papá -dije; bajé las escaleras, tomé el tren, y aquella fue la última vez que vi a mi padre.


  • Esta traducción pertenece a José Luis López Muñoz.

  • “Reunión”. JOHN CHEEVER, Cuentos completos, RBA libros, 2012. ISBN: 9788490063958.