CENA DE NOCHEBUENA
Para brindar por la Navidad
Mercedes de Vega
Tres adultos y dos adolescentes están sentados alrededor de la mesa. En el centro hay un arreglo floral de mal gusto. Los crisantemos de plástico no son flores apropiadas para celebrar la Nochebuena. Son blancos y amarillos. Ella observa somnolienta el mantel de papel dorado. Las servilletas están decoradas con pequeñas guirnaldas rojas, un poco recias y acartonadas por el tinte. Soportan mal el recubrimiento. Ésta es la observación de Jennifer cuando se lleva la rígida servilleta a los labios para limpiarse una gotita del vino excelente que ella misma ha llevado. Su vino. Es lo único bueno que hay en la cena. Es un regalo de su jefe como aguinaldo: una caja con cuatro botellas de vino de Borgoña, porque a ella le gusta el vino francés.
Su jefe lo sabe.
Él mismo lo sube al apartamento de Jennifer los lunes y los jueves en una bolsa de grandes almacenes, junto a una lata de foie, galletitas saladas y, de vez en cuando, otra de caviar beluga. Sobre las once de la noche se despiden y él se dirige a su casa, le espera su esposa y sus dos hijos que no acaban nunca de salir de la adolescencia, o eso es lo que él repite constantemente, como un disco rayado. A Jennifer ni le importa. Es una mujer que no se amedrenta ante los hombres casados. Le da igual que tengan hijos adolescentes, recién nacidos o treintones en las filas del paro, porque Jennifer tiene dos novios más jóvenes, más guapos y más delgados que su jefe. Con Jonathan, frecuenta pequeñas salas de cine alternativo de las que suele salir muy aburrida. Junto a Brandon, los sábados espera largas colas en la calle para ver en salas de cine panorámico películas taquilleras que están de moda. De esta manera cree dividir su tiempo libre de una forma equilibrada y justa para no dejarse llevar por una única corriente. Y le gusta.
Lo que no le gustó fue la llamada telefónica de que la esposa de su jefe el viernes pasado. Ella misma cogió el teléfono, con el esmalte de uñas todavía tierno.
–Buenos días, señora López –respondió, soplándose los dedos de la mano izquierda mientras con la otra sujetaba el auricular–. Su esposo está en de viaje.
–Ya lo sé, Jennifer. No quiero hablar con él sino contigo. Hoy me he levantado un poco mejor y decidida a hacer el bien. El miércoles es Navidad.
–Usted dirá –respondió Jennifer abriendo su bolso. Sacó el paquete de tabaco y se encendió un cigarro. Estiró el brazo y abrió la ventana de la pequeña habitación.
–La quimioterapia me está matando, Jennifer. Tengo un cáncer con metástasis. No voy a durar mucho, querida. Pero tú, sí. ¿Tienes hoy suficiente espíritu navideño?
–Creo que sí, señora López.
–El espíritu navideño es fundamental para un buen cristiano. Yo soy una buena cristiana. En casa intentamos ser buenos cristianos.
–Bien, bien, me alegro. Yo… en eso… –titubeó.
–Como buena cristiana que soy, quiero morir haciendo el bien a mi familia. Y hay cosas que he de solucionar antes de morir. Porque me voy a morir pronto, ¿entiendes? Tengo dos adolescentes en casa y van a quedarse sin madre, y un esposo del que no he de decirte muchas cosas… ¿Entiendes?
A Jennifer se le atragantó el humo del cigarrillo.
–No llamo para sermonearte. Quiero que me prometas algo verdaderamente importante. ¿Me lo vas a prometer? ¿Me lo prometes? ¿Lo prometes por tu vida, a una moribunda?
–Lo que esté en mi mano, señora López. Se lo prometo. Dígame…
–Lo sé todo, querida, entre mi marido y tú. Y también sé, porque te conozco, que vas a saber cuidar de mis dos niños y de Juan. Sí, Juan, mi Juan, tu amante de los lunes y los jueves. Pero no te guardo rencor, querida; créeme. Para que sientas que os doy mi bendición te invito a cenar en Nochebuena. Va a ser mi mejor acción, ¿comprendes? He pensado hacer una presentación formal con los niños, ya verás, son encantadores. Juntas iremos preparando mi relevo. Va a ser una gran sorpresa para ellos y para Juan. Estoy tan emocionada…
–Mire…yo… ¿No es una broma?
–En absoluto. Por favor, Jenny, van a ser mis últimas navidades. Por el amor de Dios… ¿Prométeme que los vas a cuidar?
–Tengo sólo veintisiete años. Juan me dobla la edad. Yo no sabría cuidar de nadie.
–No te apures, Jennifer, ya lo sé. Yo me casé con veinticuatro. Lo harás bien, ya verás. A tu edad ya tenía a mis dos niños. No seas tímida. A Juan le encantará. ¿Cómo no le va a gustar tenerte como madre de sus hijos, si le encanta acostarse contigo? Además, la empresa no va bien, puede entrar en quiebra y te necesita. Te necesitan. No puedo morirme dejándolo solo, con la ruina que tiene encima. Y los niños en esta edad tan complicada… ¡Tienes que hacerte cargo! No se puede acostar una con un hombre y luego dejarlo tirado como una colilla, cuando a demás él te ama.
–¿Esto es una broma? Yo no estoy enamorada de Juan. Ha sido algo que ha sucedido sin querer. Yo nunca lo busqué, yo tengo novios. Yo…
–Querida, ya es hora de que te hagas responsable de tus actos y vengas a cenar a casa. Acuérdate de traer el vino. He ido esta mañana al banco a cobrar un cheque y no había fondos, seguro que tienes en casa botellitas de esas de mi marido. El foie lo pongo yo, todavía me queda algo de dignidad.
–¿Todo esto va en serio? Si nunca he cuidado de nadie. ¡Juan tiene más de cincuenta años! Soy muy joven para… No puedo, señora López. Esto es un disparate.
–Mira, Jenny, te quedas con mi Mercedes, con mis abrigos de pieles y con la casa; hipotecada, pero en una buena zona. Y, sobre todo, tendrás dos hijos y un marido. ¿Qué más puede pedir una humilde chica de barrio que no terminó ni el bachillerato?
–No amo a Juan. Nunca he querido tener hijos –contestó Jennifer encendiendo otro cigarrillo. Le templaban las manos.
–Si no cumples con tu obligación nunca madurarás, Jenny. Y si abandonas a mi familia llevarás sobre tus espaldas la sangrienta Cruz de Cristo. Y sus espinas se te meterán en los ojos y morirás ciega. Eres cruel, Jennifer. No tienes ningún espíritu de Navidad. ¡De la Sagrada Navidad! Tengo que colgar, Jenny. No nos falles.
La esposa del jefe colgó y éste no llamó en todo el día. Jennifer no pudo dormir esa noche. Se levantó varias veces obsesionada con la idea de vivir con ese hombre y sus dos adolescentes. Seguro que con granos en la cara y auriculares con la música a tope. Juan estaba gordo y llevaba tirantes. Y no era un buen amante. Pensó con tristeza en la juventud de sus dos novios con los que frecuenta los cines de la ciudad. El lunes por la mañana en la oficina trabajó muy desanimada. El jefe no apareció en todo el día. El martes era Noche Buena y salió antes a comprarse un vestido para la cena.
Jennifer piensa que no ha comprado regalos para nadie. No levanta los ojos de los crisantemos de plástico cuando escucha con melancolía a uno de los adolescentes llamarla mami.
–¿Me pasas las huevas de lumpo, Jenny? –dice el otro adolescente– Creo que papi no ha podido comprarlas de esturión este año.
En el tocadiscos suena Magnificat de J. S. Bach desde hace tres horas. Jennifer odia la música sacra. Esta en concreto le recuerda la deprimente película El Silencio de los corderos de la que salió terriblemente deprimida. Acabó discutiendo con Jonathan. Está mareada y tiene los ojos irritados. Ha tomado más de cinco copas de vino francés entre marisco congelado y pavo correoso.
Alguien sirve copas de cava para todos.
–¡Brindemos por Jennifer! –grita la familia al completo, poniéndose de pie.
–¡Y por papá! –añaden los dos adolescentes a una sola voz.
–¡Te queremos, Jenny! –interviene la mujer del jefe con un traje de lentejuelas.
Jenny parece estar ebria, a punto de desplomarse de la silla.
–No hace falta que esperéis a que me muera –añade la mujer del jefe.
Los cuatro levantan las copas para brindar por la nueva pareja y desear a Jennifer Feliz Navidad.
14 de diciembre de 2012