martes, 31 de agosto de 2010

El cuento y el valor de la brevedad



Parece que los críticos, empujados por las editoriales, unas verdaderamente valientes a la hora de publicar pequeños libros con grandes historias breves, y otras, las grandes, compitiendo con sus novelistas que se atrevan con la brevedad, están poniendo en valor el cuento como género.

Tras el largo reinado de la novela, que llena de tinta cientos y cientos de páginas para pescar al ansiado lector y lo embauca, lo seduce, lo hechiza con todas sus artes y sus malicias y lo zarandea entre su sus aguas profundas hasta casi ahogarlo por mil veces revolcándolo entre sus corrientes como si fuera un barco a la deriva, el cuento se asoma por la proa. La novela es un océano que mueve sus aguas atrayendo con sus cantos de sirena al tímido lector que se mire en sus reflejos, y le susurra al oído que cómo ella, no hay ninguna.

El cuento se está desperezando. Intenta hacerse un hueco en las listas de ventas, en los lineales de las grandes librerías, en los medios especializados y, sobre todo, entre el gran público, un público poco acostumbrado a las historias cortas, por muchos motivos. Uno de ellos es lo poco que cunde un librito de relatos; no el tocho de los cuentos completos de Chéjov, con dieciocho tomos, que no hay quien se los lleve a la playa. Otro motivo es «lo rápido que se leen», dicen muchos. «Que cuando lo acabas te quedas con cara de póker esperando más», dicen otros. «Lo poco que cunde por lo que pagas por ellos. Para eso me compro una novela que dura más», me dio a entender una conocida el otro día cuando terminó mi libro y me llamó por teléfono para decirme lo mucho que le habían gustado mis historias de acido surrealismo, «aunque tan cortas…», me susurró tras el auricular.
La verdad es que no supe que decir, me quedé aplastada sobre el asiento del sofá y no me dejó ni rechistar para interpelarme, para cuando la novela.

Pero el relato tiene su lector, el que busca intensidad y no rellenar el tiempo, ni las tardes aburridas de verano. El cuento te deja respirar, te permite cambiar de historia como quien cambia de zapatos cuando te aprietan, y sobre todo, te insta a leerlo de nuevo para aprehender todo lo que esconde (los buenos), si te atreves.

Este año se conmemora el 150 aniversario del nacimiento del maestro del cuento, y sobre todo del más prolífico escritor de relatos de toda la historia de la literatura, Antón Pávlovich Chéjov. Su herencia y su técnica son después de un siglo, modelo y estudio para todo escritor que se asome al relato corto. Y cualquier motivo es bueno para leer a este médico que tomó como amante a la escritura. Exceptuando algunos artículos en varias revistas de cultura, que han aprovechado la efeméride para lanzar los cuentos de varias editoriales y revalorizar a los escritores de relatos, nuestro Chéjov está pasando sin pena ni gloria por los ámbitos culturales de nuestro país. Me encantan sus personajes turbadores, alienados e incapaces de cambiar el curso de su destino en un espacio social indiferente al hombre, el mismo hombre que camina por nuestras calles, solo que viste diferente y lleva un móvil en el bolsillo.
Sin duda, lo cotidiano nos atrapa igual que al caballero y a la dama de la Rusia del siglo XIX, recién liberados de la servidumbre, pero nosotros no preparamos ninguna revolución, sino que ahondamos en el estancamiento de nuestra vida de sofá, playa y ordenador que busca historias largas para pasar el tiempo que se nos echa encima.
Nada como Chéjov para entrar en el cuento del siglo XX y disfrutar de la lectura maravillosa de El violín de Rotchschild, La dama del perrito, Las ostras, La corista, Aniuta, Tristeza, Velodia, El pabellón número 6, Vecinos, En la barbería….

Y como dice el refrán: lo bueno, si es breve, dos veces bueno, y para eso Chéjov.