Este relato ha sido publicado por Plaza & Janés en el año 2018.
Depósito legal: B-6.416-2018
Looking on darkness which the blind do see
W. Shakespeare,
Soneto XXVII
Acabo de oír su voz por primera vez en seis años. Me he sentido tan extraño como en uno de mis sueños de los que ella se ha apoderado desde que la conocí, con su voz inconfundible, algo ronca y siempre esperanzada por algo que nunca llega. La imagen de su rostro, de sus veinte años, ha quedado congelada en mi cerebro como si esa edad la permaneciese para siempre y la crueldad del tiempo no fuese a hacer los mismos estragos en su cuerpo que en el de todos los mortales. Es de las cosas buenas que tiene haber perdido la vista en el transcurso de la vida. A las personas siempre las ves cómo eran antes, inamovibles y estáticas, como fueron en ese preciso instante de su vida en que tú dejabas de verlas con nitidez y caminaban hacia esa neblina que terminó por cegarlo todo. Incluso, conmigo es igual. Me pongo delante del espejo del cuarto de baño y siempre estoy ante el mismo sujeto: joven, vital, con el rostro limpio y la barba rasurada, jugando a parecerme al hombre que siempre quise ser.
El nítido universo que me envolvía en mi juventud se ha debido de descomponer en miles de fotogramas de una película que se repite indefinidamente ante mis ojos ciegos. Con los años ha cambiado mi fisonomía, claro que sí. He de reconocer que me alegro de no verme. Dejo la geografía de la vejez a los que poseen la mala fortuna de observar cómo se descomponen la juventud y la belleza, para no volver nunca a parecerse a quienes eran, si es que alguna vez a alguien le sedujo parecerse a sí mismo. A mí sí me gustó, lo reconozco, pero fue por poco tiempo. Ilusiones de viejo, claro. Ilusiones de juventud, solo eso era mi imagen y la imagen de Teresa cuando me di cuenta de que ella también caminaba hacia ese espacio turbio y neblinoso en el inicio de mi enfermedad. La lentitud se apoderaba de sus movimientos, entonces pesados y estertóreos en mi mente, pero con la consistencia adecuada para formar en mi cerebro la imagen exacta de su rostro y de su cuerpo. Y no olvidarla jamás.
La llamada de Teresa ha venido a resucitar la última vez que la vi y los años más complicados de mi vida. También ha resucitado otra llamada, porque su voz, en estos seis años, ha cambiado de fisonomía para asemejarse a la voz que escuché en el auricular del teléfono de mi gabinete, a finales del año 1998: la voz de su madre. Las voces, como las caras, se mimetizan con el paso del tiempo con las voces de nuestros ascendientes y nos hacen ver que no somos más que un puñado de genes revoltosos que se separaran para volverse a encontrar.
A los ciegos la memoria se nos agranda para abarcar un espectro desmesurado, y quiero recordar la llamada de Rosa de la Cuesta, rememorarla como si hubiera sido ayer. Me encontraba en plena consulta. Había llegado a Madrid mi deseada amiga y colega Laura Cohen, que en esa época vivía en Canadá y acababa de inaugurar su consulta en Montreal. Mrs. Cohen estaba tumbada en mi diván, con las piernas cruzadas, fumando un pitillo, mientras yo interrumpía el relato de sus preocupaciones, de los retos que le asustaban en un país al que había viajado con la intención de realizar un máster de psiquiatría, en la Universidad de McGuill. Pero habían transcurrido siete años y allí continuaba, viviendo una nueva vida con un conocido psiquiatra canadiense con el que había contraído matrimonio y un nuevo proyecto de futuro que la ataba a Montreal y le impedía regresar a Madrid, como en un principio era su intención. El conflicto de mi colega no estaba en lo que comenzaba en Montreal, sino en lo que dejaba en España. Su padre padecía la enfermedad de Wernicke y en esa época se encontraba a cargo de su única hermana y a medio camino de entrar en una residencia para enfermos mentales.
Lo curioso es lo implicado que me sentí con la historia de Mrs. Cohen y las preocupaciones que experimenta una hija que ve deteriorarse a su padre, lentamente, hasta convertirse en un ser completamente despersonalizado, sin poder hacer nada, atada de pies y manos y a 5.500 kilómetros de él. ¿Qué podía yo aconsejarle entonces? ¿Que abandonara a su marido –un distinguido psiquiatra al que había conocido en la Universidad de McGuill y que jamás se mudaría de Montreal– y regresara a España a cuidar de su padre, truncando así un prometedor futuro en América, al lado de uno de nuestros colegas más importantes del mundo, quien podría enseñarle todos los secretos conocidos de la mente humana y hasta alguno desconocido?
Definitivamente, no.
Por lo tanto, debía ir con cuidado y exponerle la situación con inteligencia para que fuera ella quien tomara la decisión correcta: superar la culpabilidad que le angustiaba y permanecer en Montreal para hacerse cargo de su propia vida. Su infancia había sido difícil, sumida en la anorexia, por citar solo uno de sus problemas. Con el tiempo, Laura Cohen había logrado recuperarse del abandono de su madre y la degradación mental del padre y, en aquella época, en 1998, cuando la vida le daba un respiro y era feliz como nunca lo había sido, se enfrentaba a la decisión de abandonar a su padre en su enfermedad. Pero su caso poseía todas mis esperanzas de una resolución satisfactoria; dos de ellas llamadas amor positivo y futuro. Por lo que mi preocupación era relativa. Conocía su capacidad para sobreponerse a las adversidades, y la sentí segura de sí misma, con un equilibro real. Había superado con éxito el síndrome de la privación afectiva de su adolescencia y la vi tan hermosa, deseable y llena de vida y carácter, sin vestigio alguno de quien había sido de adolescente, que solo era cuestión de tiempo y de que hallara los pensamientos adecuados para enfrentarse a la decisión final, que no era otra que permanecer en Montreal junto a su marido para hacer de su vida algo de lo que sentirse orgullosa. Pero, desgraciadamente, sus expectativas ¬¬–y las mías– no se cumplieron como entonces pensamos. Ahora lo lamento. Y en parte me siento responsable de todo lo que en Montreal le sucedió después. Yo contribuí a que tomara la decisión que todos los parámetros apuntaban como la adecuada. Debí escuchar la intuición de un ciego. Pero nadie tiene una bola de cristal. Los psiquiatras tampoco. Aunque algunos estemos tentados de creer lo contrario.
Debo retomar la llamada telefónica de aquella mañana, aunque Mrs. Cohen tenga la facultad de acaparar toda mi abstracción cuando pienso en ella. Parece que la estoy viendo con la cabeza apoyada en el rulo del diván, como a ella le gusta recostarse, inundando de humo mi gabinete, calada tras calada, sin ninguna consideración. Le había permitido fumarse un cigarrillo, pero era el cuarto, cuando le pedí disculpas para atender el teléfono; nunca interrumpo una sesión, pero el humo me molestaba enormemente. Me había vuelto muy sensible a los olores. Y en esa época las imágenes ya me eran tan borrosas que me dolían los ojos de intentar fijarlas, y estaba perdiendo la capacidad de descifrar la mayoría de los colores. Me encontraba de muy mal humor, y reconozco que la intolerancia me perseguía. Así que, mirando la oscuridad y con la nariz atormentada, decidí responder a la llamada para darle un toque de atención a mi colega, a la que atendía en calidad de supervisor.
Laura Cohen, al igual que Teresa Anglada, había sido mi alumna, pero en la Facultad de Psiquiatría de la Universidad Autónoma de Madrid, donde impartí clases durante veintidós años. Las dos fueron mis pupilas más aplicadas y sensatas. Cuando conocí a Teresa, ella estudiaba periodismo y yo daba el primer trimestre en la asignatura de Psicología de la Comunicación, en la Universidad Complutense, como profesor asociado. Ese compromiso lo abandoné al año siguiente de licenciarse Teresa. Mis dos alumnas se habían cruzado en mi vida sobre la misma época; apenas las separaba un año de edad, y sus infancias poseían ciertas similitudes. Las dos buscaban un padre, mis consejos, enseñanzas y apoyo en sus materias, quizá atraídas por el morbo y la curiosidad de tener un profesor ciego con un lenguaje libresco y barroco que tanto las divertía. Lo que no sabían era que yo todavía podía descifrar todo el esplendor de sus juventudes y completar con mi imaginación su rostro y su cuerpo tras el velo de la nebulosa. Yo me mostraba con las dos accesible y cariñoso, dispuesto a servirlas de consejero y maestro más allá de las simples clases que solo suponían para mí el placer del contacto con la juventud, y la posibilidad de tomar distancias con mis pacientes y las tensiones desagradables que algunos me planteaban. Así que puse a su disposición mi experiencia y conocimiento de toda una vida dedicada al estudio de la mente y el dolor humano. Si Mrs. Cohen fue solo mi discípula, y nuestra relación se mantuvo en su aspecto formal y académico, con Teresa fue muy distinto. Quizá porque no era psiquiatra, y su mundo era para mí tan desconocido como sus pensamientos creativos y rebeldes. Y si jamás traspasé la línea de la amistad por mi ceguera, timidez, miedo al rechazo y diferencia de edad, que no eran pocos obstáculos insalvables, la atracción irrefrenable hacia Teresa me mantuvo al borde del precipicio para servirle de amigo y apoyo, quizá también de ese padre que desapareció de su vida unos días antes de las Navidades del año 1970, en el que ella cumplía siete años. Era precisamente esa desaparición la que había provocado la llamada de su madre veinticinco años después de producirse.
Me sentí petrificado al oír el nombre de Rosa de la Cuesta al auricular. Mi cerebro se convirtió en una noche en la que de repente explotaban fuegos artificiales a cada frase que pronunciaba la madre de Teresa Anglada. Me quedé mudo y luego dije:
–¿Su hija está bien?
–No es por ella por lo que le llamo, doctor.
–¿En qué puedo ayudarla?
–Me gustaría hablar con usted.
–Me encuentro en consulta. Pero puedo atenderla en otro momento.
Me imaginé que Mrs. Cohen me estaría observando, con cierto reproche, mientras yo la oía estrujar la colilla del cuarto cigarrillo contra el cenicero. Luego, se movió inquieta sobre el diván y me pareció que iba a levantarse, de un momento a otro, si yo no colgaba el auricular inmediatamente.
–En una hora, la llamo –acabé por decir, sin esperar una respuesta afirmativa. Pero al otro lado del auricular la oí decir con la voz aguardentosa de una mujer de setenta años:
–Es importante. Estoy en un apuro.
Durante el resto de la sesión no pude concentrarme en el relato de mi colega, y al finalizar quedamos en vernos al día siguiente. Mrs. Cohen salió de mi consulta sabiendo perfectamente de mis prisas por concluirla, porque en la puerta, mientras nos despedíamos, me dijo echándome su aliento a chicle de menta:
–No te entretengo más, Enrique. Anda, ve y atiende esa llamada que tanto te ha perturbado. Nunca te he visto así.
Me dio un beso cariñoso en la mejilla y olí su perfume que me consternó lo suficiente para evocar a otra mujer con toda la nostalgia del pasado. Crucé el pasillo, me golpeé torpemente en la cadera contra la esquina de un aparador y me dirigí a mi mesa. Enseguida tecleé el número telefónico que me sabía de memoria. No lo había olvidado, a pesar de que Teresa ya no vivía con su madre en la casa de Arturo Soria desde hacía nueve años. Yo mismo le facilité el contacto de unos operarios que me hacían pequeños trabajos domésticos para que le ayudaran a sacar sus pocas pertenencias de aquella casa que tanto le había atormentado. Creo que el día del traslado su madre no salió de su dormitorio, se metió en la cama y se tapó con la manta mientras Teresa y dos hombres sacaban unas maletas y varias cajas con libros, discos y recuerdos. Eso fue todo. Sé que Rosa, desde ese instante, le declaró a su hija una guerra de silencio y dejó de hablar con todo el mundo. Teresa me contaba que su madre se comunicaba con las pocas personas que iban a su casa a visitarla escribiendo en una pizarra con grandes letras de tiza y, como esa mujer no salía de ese viejo chalet de Arturo Soria desde la desaparición de su marido, no le debió de suponer un trastorno excesivo. Me extrañó enormemente oírla al teléfono. Supuse que habría levantado la huelga o la guerra o la inconformidad por la partida de Teresa del útero materno. Siempre me pareció una mujer que además de desequilibrada era tenaz. Pero nueve años es un tiempo más que razonable para que hubiera abandonado el juramento de silencio que le declaró a su hija y al mundo.
Yo no conocía a Rosa personalmente. Todo lo que sabía de ella, que era bastante, había sido a través de Teresa, de lo que ésta me contaba sesión tras sesión y luego en nuestras interminables charlas en las que yo enloquecía por ella, disimulando como un verdadero cretino. Un psiquiatra posee una información privilegiada de las vidas ajenas, aunque siempre falsificada. Pero sabemos buscar y desenmascarar disfraces, averiguar el significado oculto de las historias y de los hechos, que casi nunca son como se nos cuentan, sino de otras formas barrocas y encubiertas. Siempre hay que desvelar, y eso para un ciego no es una tarea complicada, y menos si es psiquiatra. Pero no me gustaría presumir de algo que a veces me sobrepasa, como la llamada de la madre de Teresa. Hacía como un año que mi relación con su hija había terminado en un brusco desencuentro, y yo estaba desesperado por obtener alguna noticia de ella, así que me puse el abrigo y las gafas oscuras, cogí el bastón y llamé a un taxi, tras devolverle la llamada telefónica. La conversación se había desarrollado en estos términos:
–¿De qué se trata, doña Rosa?
–Me gustaría hablarlo en persona.
–La espero en mi consulta cuando usted desee.
–No puedo salir de casa. Estoy segura de que conoce mi problema. Y va a más, me angustia. Pero no es de ello de lo que quiero hablarle. ¿Podría venir ahora mismo, doctor Maier?
Me confirmó la dirección y sentí que una ventana se abría para ver una luz que, sin duda, no podía ver con mis ojos mortales, sino con los inmortales, con los que nunca enferman porque no están en el cuerpo visible.
Cuando palpé los barrotes descascarillados del chalet de Arturo Soria, buscando la mocheta y un timbre sobre ella, junto a la cancela, ésta se abrió. Unos dedos enérgicos me agarraron del brazo. Rosa de la Cuesta me dio la bienvenida en silencio, apretándome la mano contra la suya en el interior del jardín, y juntos seguimos a través de un camino de tierra con baches y desniveles que yo recorría con el bastón. Subimos unos escalones y sentí el calor del hogar. La casa olía a gas de una o varias estufas de butano que enmascaraba la humedad de los muros. Seguí el roce de sus gruesos muslos hasta entrar en una estancia. Ella la cruzó y subió una persiana enrollable de madera. Nos sentamos el uno frente al otro, junto a una chimenea apagada. Apestaba a rescoldos y un olor desagradable lo impregnaba todo.
Yo oía el sonido de su respiración agitada y comprimida por unos pulmones congestionados de algún catarro mal curado o simplemente por la vejez de un corazón cansado. Enseguida noté que lloraba. Comenzó a sonarse con un pañuelo. En silencio. Sin pronunciar una sola palabra. Yo dejaba que fuese ella quien diera el primer paso a la comunicación oral. Conmigo no le valdría la famosa pizarra, si es que todavía la usaba. Así que Rosa no tenía más remedio que hablarme como lo había hecho por teléfono: con la voz. Crucé las piernas y los brazos con la cabeza erguida en posición de escucha para animarla. Como me había puesto las gafas oscuras me las quité para darle confianza; era como decirle: «Venga, Rosa, yo me desarmo para que veas mis ojos que no pueden verte».
Me la quería imaginar como era de joven. Teresa me había mostrado hacía años, cuando todavía yo era capaz de vislumbrar los rostros, una fotografía de ella junto a su marido, el padre de Teresa. Hacían una pareja extraña. Él tan alto, y ella bajita, mucho mayor que él, con unos ojos excesivamente abiertos y vivos que clamaban fortaleza y desmesura. En cambio, los de Tomás Anglada eran serenos, inteligentes y tristes; resignados a algo profundo y desolador, como nos pasa a los ciegos. Esa imagen de Rosa de la Cuesta ya habría desaparecido, por la información que poseía, pero estaba seguro de que la mujer de la fotografía seguía en alguna parte de ese cuerpo redondo y en alerta, sentado junto a mí. Llevaba una falda de lana o de algún tejido similar y medias de espuma, zapatos con suela de goma y plataforma. Un ruido me puso en alerta y ella me explicó:
–Son pájaros. Han anidado en el desván del ático. Gracias por venir, doctor Maier. Es usted más agradable de lo que deseaba imaginar.
–Me alegra saberlo.
–Mi hija nunca me habla de usted, ni de nada, como de costumbre; pero sé lo que ha hecho por ella, y eso se lo tengo que agradecer. Esta chica siempre ha estado muy perdida…
Quejarse de su hija me parecía una afición poco saludable. Me esforzaba por adivinar los pensamientos reales de Rosa. No se decidía a hablar de lo importante, y se frotaba las manos sobre el regazo de la falda, una contra otra, gorditas, blandas, agobiadas, toqueteando un fino pañuelo de hilo. Una y otra vez.
–Quiero decirle que me alegré de que dejara de ser su psiquiatra para ser su amigo, ustedes son un peligro cuando se equivocan. Ahora lamento que se hayan distanciado, y me gustaría disculparme con usted. Ella entonces me necesitaba, y yo no estuve a la altura. Pero entiéndame… ¬–Ahora se excusaba con verdadero arrepentimiento y angustia–, el miedo me atenazaba y solo pensar en esa locura de inseminarse, de un desconocido, me aterrorizaba. Compréndame, soy madre. ¿Por qué una madre ha de entender esas cosas?, ¿por qué narices necesitaba tener hijos a toda costa? No quise aceptarlo, y le agradezco que estuviese ahí para apoyarla como lo hizo, pero no le agradezco que le ayudara a abandonarme. Fue muy duro, ya lo creo; se libró de mí, de esta casa, de los recuerdos de su padre. Es lógico que quisiera ser libre. Sé que mi hija no puede soportarme, es difícil soportar a una enferma. Tampoco tiene interés en hacerlo. Pero esas niñas son un regalo, y me alegro que estuviese con ella en los momentos en que un marido o un padre ha de colaborar, pero yo no pude..., entiéndame, si no soy capaz ni de salir a la puerta de la calle sin caerme redonda al suelo.
–Rosa, no hace falta que me agradezca nada –la interrumpí–. ¿Por qué motivo me ha llamado?
No estaba dispuesto a concederle a esa mujer la oportunidad de que diera rienda suelta a sus emociones y me hiciera rememorar una historia que ya no tenía sentido para mí. Yo no era su terapeuta y no me correspondía escuchar aquello. Solo deseaba saciar mi curiosidad y salir de esa casa cuanto antes. Teresa pertenecía a un tiempo remoto. Ahora tenía dos hijas que la acaparaban por completo y un amante a tiempo parcial. Había decidido distanciarse de nuestra amistad, definitivamente; yo no dejaba de ser el puente hacia el pasado, y ella había procurado dinamitarlo para no cruzarlo de nuevo. Teresa se había convertido en una mujer famosa. El éxito había llamado a su puerta pasando por el lecho de la alcoba de un hombre que no le convenía, excepto para sus planes. Rosa, en ese momento, se decidió a arrancar. Primero, la oí desenvolver un papel duro y rugoso. Después, me puso sobre las manos pequeños papeles atados con una goma.
–Tengo muchos más –dijo.
–¿Qué son?
–Resguardos de giros telegráficos.
–¿Qué significan?
¬–La prueba de que mi marido nos abandonó. Llevo recibiendo este dinero desde el siguiente mes a su desaparición. No sé qué le ha debido de ocurrir, pero hace tiempo que no llega el cartero, el día 21 de cada mes. He llamado varias veces a la estafeta de correos del barrio y me dicen que no hay nada para mí. No es el maldito dinero lo que me importa, se lo juro, doctor, sino lo que le haya ocurrido a mi Tomás para que lleve tanto tiempo sin realizar un envío. Creo que ahora sí puede haber desaparecido, definitivamente, o haber muerto. Mi hija debería saberlo, doctor Maier. Ayúdeme. Usted es un hombre sabio y sabrá qué tengo que hacer, si decírselo a Teresa o no. Pero necesito descargar esta presión que siento en el pecho. Creí que en casa me encontraría a salvo. Pero no es así. Ya no sé dónde esconderme para no pensar en él y regreso a los peores días de mi vida. Su recuerdo ha vuelto a escarbar en mí como la termita y me siento deshacer por dentro.
Le pregunté si estaba tomando medicación. La prescrita por su médico de la seguridad social era la aconsejable. Le recomendé unas marcas nuevas de sustitución para reforzar su confianza. Saqué el talonario de recetas y le extendí un par, asegurándole que esas sustancias la ayudarían a encontrar la tranquilidad suficiente para afrontar la angustia, pero que debía poner de su parte, y le aconsejé a un par de colegas que podrían visitarla en su domicilio.
–No necesito un loquero –me dijo, con ánimo de ofenderme, resentida por mi intención de quitármela de encima con unos fármacos y la recomendación de una terapia–. Necesito que me ayude. Usted la conoce mejor que nadie. Sabrá cómo decirle que su padre nos ha estado enviando dinero desde que desapareció, y que su madre se lo ha ocultado para no hacerle más daño. Teresa tiene a su padre en un altar. Nunca ha querido reconocer que nos abandonó. Se ha empeñado en pensar que algo terrible le ocurrió para que ese día, que dijo irse al trabajo, no regresara jamás. Pero ¿cómo quitarle esa venda de los ojos para que sepa que su padre no es el bendito que siempre ha creído?
–¿Tiene pruebas de que ese dinero provenía de su marido? Y… ¿por qué ahora, después de veintisiete años, quiere decírselo? Teresa es feliz, tiene una vida profesional plena, un programa de éxito en la televisión con todo lo que le costó conseguirlo, y unas niñas preciosas que rellenan los huecos vacíos. Es una mujer adulta y ha superado la desaparición de su padre.
–El abandono, diría yo.
«¿Por qué tanto rencor hacia Teresa?», pensé. Creo que Rosa estaba tan celosa de la felicidad de su hija que le hacía más daño aún que la desaparición de Tomás Anglada.
–¿Tiene pruebas?
–He investigado. Los giros venían de Italia. Solo hay unos números, y en correos no han sabido decirme más. Pero un cartero amable, el que viene a traerme la correspondencia, tras insistirle durante meses, me ha hecho la gestión. Solo me ha podido decir que las ordenes venían de Italia.
–¿Ha hablado con la policía? Creo que es a ellos a quienes debería contárselo. Yo no sé qué decirle… Su marido oficialmente es un desparecido. La policía investigó en su momento, cerró el caso, pero ahora con estos recibos podría reabrirlo. Rosa, tiene que hablar con ellos.
–¡Nunca! ¡Solo quiero que Teresa se entere! Que sea ella quien tome la decisión. Yo ya no puedo con tanto peso sobre mis hombros, y no pienso levantar mi huelga de silencio con ella, por mucho tiempo que haya pasado desde que me dejó aquí, tirada como una colilla.
Esa mujer pretendía utilizarme para que fuera yo quien involucrara a su hija en un asunto tan feo y doloroso. Y, por supuesto, deseaba seguir castigándola por haber conquistado la independencia.
–Dos meses después de la desaparición de mi Tomás –siguió con más argumentos para intentar convencerme–, a principios del mes de marzo de 1971, una agencia de viajes que había junto a su oficina, en la calle Ayala, llamó a casa para hacernos una encuesta. De esas de satisfacción. Yo no sabía de lo que me hablaba la operadora, pero me enteré de que Tomás había comprado dos billetes de avión con la fecha abierta. ¿Adivina a qué lugar?
Negué con la cabeza y decidí ponerme las gafas oscuras. Quizá fue un acto de rebelión ante ella. Me sudaba la piel y me fastidiaba la actitud beligerante de Rosa, con su ronca y enérgica voz que por momentos se transformaba en lastimera y afligida, con claros visos de impostura.
–¡A Italia! ¡Dos pasajes a Venecia! Creo que está claro: tenía otra y se largó con ella.
Volvió a sonarse la nariz, llorando amargamente como una niña.
–Rosa, me parece una hipótesis trivial. ¿No ha pensado en otras? –añadí y guardé silencio para darle tiempo a reflexionar. Luego dije–: Y de ser así o de la forma en que ocurriera, ¿por qué hacerle daño a Teresa ahora? ¿Ha pensado en ello? La suposición que usted hace pertenece a la intimidad de un matrimonio.
–No soy una mala madre, solo quiero que alguien me ayude. ¿Es tanto pedir que alguien me ayude de una puñetera vez? Tomás es su padre.
–Solo deseo que no cometa un error de nefastas consecuencias para usted y su hija. Teresa ha superado la pérdida y vive tranquila y estable con su nueva vida. ¿Por qué volver a escarbar en el pasado?
Lo que hubiera dado por verle a Rosa la cara, los ojos, la mirada, el nerviosismo que notaba en ella. Su cuerpo se movía sobre el sofá como el escarabajo que rasca la tierra para ver la luz, y no dejaba de excusarse y de volver a su idea de decírselo a su hija, una y otra vez, sin dejarme intervenir.
En el relato de Rosa había agujeros negros, y se obstinaba en involucrar a Teresa. Esa mujer había estado recibiendo durante muchos años un dinero de procedencia desconocida, haciendo suposiciones y organizando un esquema mental acorde con lo que le interesaba pensar. Y, conociendo a Teresa como la conocía, la catástrofe entre las dos estaría servida. Lo que tenía claro es que yo no iba a intervenir, y mi propósito no era otro que intentar convencer a Rosa de que cambiara de actitud y de idea. Que acudiera a un especialista y se dejara ayudar. Su fobia social y a los espacios abiertos no había mejorado, y me dio la impresión de que su situación mental evolucionaba hacia una neurosis paranoide. Ante su terquedad, debía comprobar si esos recibos que tenía entre los dedos eran reales o producto de una fantasía. A esas alturas de mi ceguera, ni con una lupa y un foco hubiera podido descifrar el contenido de esos papeles para saber si eran auténticos y no el juego de una mujer enferma que vivía sola y recluida en un viejo chalet que se venía abajo, fruto de una herencia de su desaparecido esposo, en el que vivía recluida como en una cárcel, cumpliendo una condena autoimpuesta por un sentimiento de culpabilidad del que gozaba de forma masoquista utilizándolo como un revólver con el que apuntaba a su hija.
Rosa es una mujer proclive al llanto y siempre parece estar enfadada, como si intentara causar en los demás las peores impresiones sobre sí misma. Con grandes dotes para la persuasión y un humor explosivo. Desconfiada. Creyendo que los demás siempre la engañan. Podía haber desarrollado una doble personalidad que actuara en ella como un respiro para desalojar la tensión en la que vivía permanentemente por cualquier noticia que llegaba del exterior. Y, por supuesto, odiaba tener un papel secundario en la vida de su hija. Deseaba por todos los medios recobrar el protagonismo perdido, ahora que a Teresa le absorbían el tiempo las dos niñas y su intenso trabajo en los estudios. Es posible que el éxito de Teresa, que comenzaba a ser conocida por el programa que fue el detonante de nuestra ruptura, le trastornase hasta el punto de inventarse esa historia, ya que es posible que se viera a sí misma como el rescoldo de un fuego que se extingue. Relegada a la irrelevancia en la vida del único ser al que amaba.
Posiblemente estuviese jugando conmigo. Yo no era capaz de reconocer esos recibos. Me parecía una historia poco veraz que Rosa hubiese estado recibiendo giros mensuales desde hacía tantos años y, sobre todo, que no lo hubiera puesto en conocimiento de la policía, cuando sé que ella durante los primeros años de la desaparición de su marido no había día que no se presentase en la comisaría de Chamartín a buscar noticias sobre Tomás Anglada.
Fueron años muy duros para ella y para Teresa, que entonces era una niña y tuvo que soportar el anómalo comportamiento de una madre que se iba deteriorando por días, retirándose del mundo hasta quedar recluida en la casa que Teresa definía, cuando vivía en ella, como la casa Usher. Me aseguraba que en cualquier momento se le vendría abajo para aplastarla. Y para colmo a Rosa le gustaba leer a Edgar Allan Poe bajo el foco macilento de una lamparita con tulipa verde, sentada en el viejo sillón del despacho del desaparecido Tomás. Siempre tuve la impresión de que esa escenografía la preparaba Rosa para que fuese presenciada por su hija, a quien desde niña le estremecía que su madre leyese cuentos de terror encerrada en el estudio de su padre. Luego salía de él con el pelo revuelto y la mirada ausente para encerrarse en su dormitorio sin reparar en que su pequeña Teresita ya habría llegado del colegio, o se encontraba haciendo los deberes o simplemente se escondía en un rincón bajo la escalera para observar a su madre. Rosa amontonaba en su mesilla de noche libros de Lovecraft, Agatha Christie, Ann Radcliffe y Mary Shelley. Pero era el Directorium Inquisitorum lo que a Teresa más le horrorizaba de niña, aunque jamás vio a su madre poner en práctica nada de lo que ese manual inspiraba a sus lectores. Rosa únicamente leía y leía con amargura por toda la casa sin hacerle caso a su hija, como si ésta no existiese o fuera transparente, hasta que la niña le hablaba y entonces Rosa la miraba y sonreía. A veces le acariciaba la mejilla y continuaba con la lectura. Y estoy seguro de que era precisamente el control sobre esa niña, que ya no existía en la nueva Teresa, lo que Rosa quería recuperar a toda costa con aquella llamada de teléfono y mi presencia en su casa.
En un momento de la conversación, estiré la mano y tropecé con el lomo de un libro que había sobre una mesita, a mi derecha. Me pareció haber rozado la superficie agrietada de un viejo volumen.
–Rosa, ¿sigue disfrutando de la lectura de Poe? –le pregunté con astucia.
No me contestó. Pero oí el lenguaje sonoro de su cuerpo. Pretendía bloquear mis palabras rascándose el lóbulo de la oreja repetidas veces y tosía como si estuviese afónica. Con ese panorama era incapaz de darle una respuesta que la tranquilizase, y desconocía por completo la encerrona que nos había organizado a Teresa y a mí aquella tarde. De haberlo sabido nunca hubiera aceptado visitarla. Yo no estaba en condiciones de ver a su hija.
II
Oí chirriar los goznes de la cancela y me azoré. Instintivamente escondí en el bolsillo del abrigo el paquete de recibos que aún sostenía entre los dedos. Una sensación de ahogo me oprimió el pecho al oír los inconfundibles pasos de Teresa cruzar el umbral de la puerta, con las llaves en la mano. Los sonidos son verbos que despiertan a los ciegos, y su voz, diciendo: «Ya estoy aquí, madre», penetró en la salita. Rosa le contestó a su hija y yo le pregunté a ella por la presencia de Teresa.
–Yo la he llamado –me confirmó–. Es su oportunidad para que me ayude.
Ya era tarde para dar marcha atrás. En cuanto sentí sus tacones furiosos en el umbral de la sala aguanté la respiración e intenté relajarme. Fue una auténtica sorpresa para ella verme sentado, frente a su madre.
–¿Qué significa esto? –Y después añadió–: Hola, Enrique, qué sorpresa verte aquí. ¿Ocurre algo?
–Él te lo explicará, cariño –añadió su madre mientras se levantaba y Teresa dejaba el bolso sobre una silla.
Rosa se acercó a mí y me hundió las uñas en el brazo esperando a que yo le hiciese el trabajo sucio. Dio un beso a su hija y se disculpó antes de abandonar de la sala. La odié en aquel momento. Aquella mujer era un auténtico diablo, pensé entonces.
–Yo que tú no me preocuparía –dije con despecho cuando Teresa tomó asiento donde había estado su madre–. No sé qué hago aquí, Teresa. Debería estar atendiendo mi consulta y he anulado las sesiones de esta tarde para acudir a la llamada de tu madre. Pensé que algo serio le ocurría; pero no es nada que no remedie una buena compañía, no te aflijas. –Estaba tan nervioso que pensé que Teresa lo estaría notando–. Lo que no comprendo es qué haces tú aquí. No es que no me alegre verte, no me malinterpretes. Pero esta situación no es la ideal para retomar nuestra amistad.
¬–No hay nada que retomar, Enrique, porque nunca hemos dejado de ser amigos –dijo con un tono gélido que significaba lo contrario¬–. Me sentía incómoda, juzgada, nada más. Tengo derecho a vivir mi vida sin interferencias.
–Lamento haber sido una interferencia.
–Dejémoslo. No creo que mi madre nos haya reunido para que nos reencontremos; cualquiera diría que no la conoces.
–Ya me iba –¬me excusé.
Teresa deseaba saber por qué estaba yo en su casa, sentado con las piernas cruzadas y en posición de escucha.
–¿Para qué te ha llamado mi madre?
–Tenía una consulta que hacerme. Eso es todo.
–Vale, siempre tan misterioso, como en los viejos tiempos.
–No es eso…
–Lo que tú digas
–¿Qué tal están las pequeñas?
–Preciosas, sanas… No puedo pedir más.
–¿Y Ricardo?
–Preferiría no hablar.
–Como Bartleby, cuando no quieres contestar una pregunta, ¿verdad?
–Tú me diste a leer ese cuento, y he de reconocer que me ha sido más útil que tus libros de autoayuda.
Teresa llevaba un perfume desconocido, hasta su voz parecía nueva, pero por muy nueva que quisiera parecer, era la Teresa de siempre. La sentía, era la joven que buscaba un padre a gritos en cada hombre con el que se acostaba, para rechazarlo después y olvidarse de que existió alguna vez entre sus brazos. Teresa siempre boicoteó sus propias relaciones amorosas. Menos la de Ricardo. Pero únicamente porque él pertenece a su mujer y a su familia, y eso la protege y divierte al mismo tiempo.
Me levanté dispuesto a dejar de torturarme en su presencia. Ella hizo lo mismo y dijo:
–Te acompaño a la puerta.
Esas palabras son las que más me dolieron. Frías y solemnes. Me dejaba ir de nuevo. Me apartaba de su lado sin importarle el objeto de mi presencia en la casa de su madre. Todo ruido se suicidaba a mi alrededor. Seguí el rastro de su perfume sofisticado por el pasillo, en silencio. Me esforzaba por no hacer ni un miserable sonido con el bastón intentando salir de mi piel de ciego y conseguir un instante de felicidad abrazado a su olor. En la puerta de la calle solo dijo que se alegraba de verme con tan buen aspecto y me agradecía la delicadeza por haber acudido a la llamada de su madre. Ella tomaba el relevo y se hacía cargo de Rosa. ¡Qué asco me dio su fría educación! Bajé los tres escalones del porche tanteando un terreno desconocido con terror a tropezarme o caer antes de que ella cerrase la puerta y me expulsara otra vez de su vida como un objeto viejo e inservible.
Desconozco si Rosa le habló después de esos giros telegráficos que había estado recibiendo durante tantos años, o simplemente le dio un beso en la mejilla y le habló de otra cosa. Estoy seguro de que le faltó el valor suficiente para contarle a su hija nuestra conversación. Pero yo llevaba en el bolsillo un taquito de pequeños papeles que mi asistente me leyó en casa. Pude haberme deshecho de ellos antes de abandonar el jardín y dejarlos en algún lugar para que los recogiese después esa mujer, pero mi azoramiento me nubló por completo y solo caí en ellos en el taxi, durante el trayecto de regreso. Eran en verdad resguardos del departamento de telégrafos, por un importe de unas 9.000 pesetas, con ligeras variaciones entre ellos. En el lugar del remitente y de la oficina de origen había una cifra; y en efecto, la destinataria era la madre de Teresa. Así que la historia era cierta. Mi asistente verificó cada uno de los doce giros, atados con la goma. Estaban ordenados en sus correspondientes meses, de enero a diciembre, sin faltar ninguno, todos del año 1992.
Esa tarde vagué por la ciudad sin orden ni concierto. Le dije al taxista que parase en la plaza de la República Argentina. Sonaba en la radio una canción antigua que no deseaba oír, Puentes sobre aguas turbulentas, y tampoco era cuestión de hacerle apagar la radio, porque le sentía tararearla con melancolía; y ya éramos dos los melancólicos, así que me apeé a la altura de la fuente de los delfines y bajé por la calle de Serrano caminando como un sonámbulo, batiendo el bastón contra todo lo que hallaba a mi paso. Me senté un rato en uno de los bancos de la Residencia de Estudiantes, bajo unos árboles, y me dediqué a sentir el viento y el batir de las ramas. Era todo lo que necesitaba para recobrar el equilibrio y reestablecer la armonía. Tranquilidad y un lugar memorable. Tantos años viviendo en la ciudad y todavía encerraba encantos para mí: los acentos extranjeros, la risa de los niños, los susurros de unos enamorados que oía como si los tuviese en el oído mientras tomaba en la barra de José Luís unos pinchos, tras salir de la Residencia de Estudiantes. Rosa me había arrastrado esa tarde a un juego diabólico, tan humillante como su propio destino. El que ella había elegido.
Cuando mi asistente me abrió la puerta de casa a las nueve de la noche y mi perro Dante me lamió el dorso de la mano en son de bienvenida, me dijo que Mrs. Cohen me había estado esperando en la salita durante más de dos horas. Ramón me entregó una nota de ella, escrita en braille. «Siempre temerosa de su intimidad», pensé, y desconocía esa competencia suya. En la nota me decía que a primera hora del día siguiente volaba hacia Londres a encontrarse con su marido, Alexander Cohen, y anulaba nuestra próxima cita. Laura había adelantado su regreso y él no viajaría a Madrid para reunirse con ella desde la capital del Reino Unido, donde se encontraba dando unas conferencias en un simposio de psiquiatría. Me alegré de que así fuera. Pero algunos términos de su nota me decían que la visita a la nueva residencia de su padre le había afectado más de lo que deseaba admitir; él no había sido capaz de reconocerla, y ella, tras salir de la visita, había cometido una locura, de la que me dejó entrever su naturaleza sin darme detalle alguno. Mi vida era un eterno melodrama de personas angustiadas. Y yo solo podía guardar silencio y escuchar, dos aptitudes en las que se encuentra el remedio de muchos males de la mente y del alma.
Me hubiera gustado saber qué es lo que hizo Mrs. Cohen, una mujer atractiva y enigmática que suele conseguir todo lo que se propone, tras salir de la residencia de su padre que forzó su precipitada huída de Madrid, pero desgraciadamente no he vuelto a tener contacto con ella desde entonces, ni tampoco he tenido noticias desde Montreal, hasta ayer por la tarde. Las dos desaparecieron de mi vida tan abuptamente como entrarían de nuevo. Han pasado seis años desde ese día en que las vi por última vez, y tampoco he tenido noticias de Rosa de la Cuesta. Esperé en vano una llamada suya, pero jamás se produjo. Mejor así.
III
A veces sospecho que mi manera de ver las cosas que no puedo ver me hace proyectar en los demás mi insatisfacción de ser ciego. Pero de ello no quiero hablar en este momento, probablemente nunca lo quiera hacer y menos ahora que Teresa Anglada ha recurrido a mí. Me puedo imaginar por qué. Estoy seguro de que nada tiene que ver con esa historia de su madre de hace seis años sobre los giros telegráficos –que por cierto no le he devuelto–, lo más probable es que no se lo haya contado. He de admitir que la llamada de hoy de Teresa no me ha sorprendido del todo; más aún, estaba seguro de que se iba a producir, tarde o temprano, por el simple hecho de que su hija Jimena desapareció hace algo más de una semana en el Museo Reina Sofía. Gracias a Dios fue hallada un día después, en estado de coma, en los pasadizos subterráneos del museo que fue un antiguo hospital. Desconozco el estado en que se encuentra la pequeña; todo lo que sé sobre el caso es lo que se cuenta en los medios de comunicación, en las noticias que leo con avidez desde el mismo instante en que mi asistente me informó de la desaparición de Jimena Anglada al verlo en los noticieros de la televisión.
Pero lo más curioso de todo no es que Teresa quiera volver a mantener una sesión, que es lo que me ha pedido con una voz lastimera y afligida, de auto reproche, por su altiva actitud la última vez que nos vimos; estoy seguro de que solo persigue desahogarse de la tensión que ha vivido por la desaparición de su pequeña. Posiblemente quiera hablarme de las niñas, de que se encuentra perdida y desconcertada ente un suceso que no se puede explicar. A lo mejor tiene una crisis amorosa con Ricardo y su vida vuelve a ponerse patas abajo. En fin, lo sabré cuando se halle ante mí y yo haya recobrado con ella mi estatus perdido. Lo curioso es que al mismo tiempo ha vuelto a aparecer Mrs. Cohen en Madrid. Ha llamado a mi consulta ayer por la tarde con el derecho a irrumpir en mi vida como si solo existiese ella. Su marido ha fallecido y ha tenido una amarga experiencia en Canadá que desea contarme, pero eso pertenece a otra historia, y lo más probable, si al final acuden las dos, es que se crucen en el portal o en el ascensor y se miren a la cara el día cinco de enero en que tienen cita conmigo. Primero Mrs. Cohen y detrás Teresa, separadas por diez minutos de intervalo, los diez minutos que le haré demorarse a Laura en mi gabinete para hacerlas coincidir no en el portal, sino entre las paredes de mi casa, consulta y mazmorra.
A todas luces es la tontería de un viejo solitario harto de fatigas ajenas y de mujeres perturbadas, egoístas e insatisfechas. Durante estos días que quedan para la víspera de la Epifanía tengo tiempo de elaborar un encuentro que me divierta. Un plan. He dado el día libre a Ramón. Es posible que estas dos mujeres estén conectadas por algo misterioso y oculto, algo así como un código mental que he de descifrar, aunque ellas no quieran. Me gustaría obsequiarlas con un original regalo de reyes, hacerlas pequeñas, sentarlas en mi mano y cubrirlas de besos. Magnifica frase de Alejandra Pizarnik. El amor es algo que no se puede ver más que con ojos de ciego, and I will look at darkness which the blind do see.
Mercedes de Vega